La ética ante la muerte y el derecho a morir.
Jean- Louis BAUDOUIN – Danielle BLONDEAU.
(fragmentos) (Barcelona, Ed. Herder, 1995 – edición original, PUF, 1993).
La muerte se convierte en extraña porque el miedo transcultural que produce es paliado de diferentes modos según las épocas y las culturas. Se rechaza ante todo por miedo. Hoy en día este fenómeno de expropiación se ve acentuado porque la tecnología controla el proceso de la muerte. Paradójicamente, la tecnología con sus mil promesas ha exacerbado la conciencia del carácter ineludible de la muerte, sembrando una cierta desilusión y reactivando la angustia. Peor aún, ha contribuido a la pérdida de sentido de la vida y de la muerte, ya que la ciencia no produce sentido. Las civilizaciones occidentales se equivocaron, pues, al imaginar por un momento que la tecnociencia representaba la herramienta capaz de recuperar ese sentido. La muerte seguirá siendo un fenómeno natural que no tolera ser despojado de su verdadera dimensión cualitativa.
Por tanto, la muerte ha perdido en muchos casos su sentido verdadero y natural: ser la última fase de una continuidad con la vida. Morir hoy en día, al menos en Occidente suele ser morir inconsciente, intubado, cebado, bajo perfusión, anestesiado, solo, en el hospital y alejado de todo lo que antes constituía la vida. La tecnificación ha dejado su huella indeleble sobre el rostro de la muerte.
Pero tanto en el plano ético como en el cultural, la muerte aún puede ser otra cosa. La muerte del mañana debe recuperar su sentido, aceptar las inevitables dificultades de domesticar la tecnología y resistir algunas tentaciones como las de transformar la ética del morir en derecho a la muerte. En resumen, el sentido profundo de la dignidad de morir surgirá inevitablemente al recuperarse la dignidad de la vida. (p.24-25)
El rechazo de la muerte.
Es asombroso constatar hasta qué punto, en la sociedad actual, el reino de los vivos está separado del de los muertos. En el origen de esta dislocación encontramos cuatro grandes factores. El primero es la desaparición de la alteridad del morir. La muerte, como la vida, sólo puede tener un sentido real y significativo a través de los demás, con los que teje lazos psicológicos y afectivos. La pérdida de la alteridad del morir se traduce en una negación no sólo del proceso y su desarrollo, sino también de la muerte misma, negación que la sitúa fuera del mundo de los vivos y la aísla.
El segundo es el profundo antagonismo que en nuestra época opone los valores socioculturales de la vida a los de la muerte. Así, nuestras sociedades occidentales rechazan cada vez más la muerte por incompatible y contradictoria con la vida. Esta pérdida de integración conlleva una marginación de la muerte y del moribundo mismo al que hoy en día los vivos rechazan, aíslan y sitúan al margen de la sociedad.
El tercero es la transformación del ritual de la muerte, que, al desacralizarla, la excluyó del círculo más reducido de los familiares y amigos.
Finalmente, el cuarto, es la escenificación que se impone progresivamente entre los diversos actores y que, de modo sutil, consiste pura y simplemente en negar la realidad. El moribundo acepta disfrazar la realidad porque le permite rechazarla y, una vez más relegar la muerte al rango de un acontecimiento que, simbólicamente, no vive. (p.38-39)
Cuando la muerte es un conflicto [El testamento vital]
El primer tipo de conflicto opone al enfermo y al equipo médico. Suele ser analizado en el contexto de la negación de uno mismo y del ensañamiento terapéutico. En Norteamérica, en los planos social, ético y jurídico, la decisión de continuar o interrumpir un tratamiento corresponde sólo al enfermo. Hoy en día, al contrario que en Europa, esta situación se considera normal, aunque tampoco allí pueda negarse la existencia de diversas formas de ensañamiento terapéutico, sobre todo con personas inconscientes. Pero probablemente en los Estados Unidos estén motivadas porque los médicos quieren evitar una demanda de responsabilidad civil o penal por no haber tomado todas las medidas necesarias para la supervivencia del enfermo.
El "Natural Death Act" de California y el testamento de vida –o testamento biológico–, que es su consecuencia directa, ilustran claramente este fenómeno. Dado el sistema a veces caricaturesco y excesivo del derecho de responsabilidad civil americano, en muchos estados se ha juzgado necesaria una ley con el fin de que el ensañamiento terapéutico no se convierta en una práctica sistemática para evitar las demandas de daños y perjuicios. Por tanto, estos textos legislativos y el testamento biológico no han surgido para reconocer los derechos fundamentales del paciente, sino para preservar al profesional de las consecuencias muy onerosas de los veredictos desmesurados. También es verdad que en los Estados Unidos y Canadá, algunos médicos, por convicción personal, aún suelen practicar ciertas formas de ensañamiento terapéutico contra la voluntad del enfermo, pero el cambio de mentalidad ha reducido sensiblemente esta práctica.
En Europa la situación es diferente por varias razones, por ejemplo, la historia y el rango social de la medicina, el tipo de relación entre el paciente y el médico que al contrario que en América suele ocultar la verdad al enfermo, y la jerarquía médica.
Como ocurre en América desde hace años, en Europa la inminencia de la muerte provoca, cada vez más, auténticos conflictos entre el paciente y el equipo médico por diferencias en el modo de morir. Para el enfermo la muerte es "su" muerte. Por ello, es normal que reivindique el derecho a dirigir el proceso según sus expectativas, convicciones y valores propios, y que además se defienda de aquellos que pretenden controlarle y apropiarse de su muerte. Sin embargo las expectativas del paciente no siempre corresponden a las del equipo médico. En efecto, no hay nada más frustrante para un médico que ver cómo un paciente rechaza un tratamiento o una intervención capaces de salvarle la vida o al menos prolongarla significativamente. Sin embargo, ética y jurídicamente, salvo incapacidad mental, la decisión pertenece exclusivamente al enfermo y no al médico. A veces, el enfermo que expresa claramente la voluntad de interrumpir tratamientos que ya cree inútiles o irrisorios es marginado, ignorado o simplemente abandonado por el personal médico. Obviamente, a este tipo de pacientes se les suele condicionar para que luche contra la muerte, para que emprenda un combate perdido por antelación pero no forzosamente irracional.
Pero, al final, el médico suele ignorar deliberadamente la petición del enfermo y le administra tratamientos, aunque éste se lo prohiba o se muestre reticente, afirmando que es "lo mejor para él". El médico no se da cuenta de que al actuar así practica un paternalismo superado, niega al enfermo el control sobre el momento más importante de su vida, lo convierte en un objeto pasivo –de hecho, la palabra "paciente" incluye implícitamente la connotación de pasividad– y simboliza la actitud moralizadora de la medicina tradicional de antaño. Aunque el médico deba hacer todo lo posible para que el paciente acepte los tratamientos que considera científicamente adecuados, nunca debe convertir la muerte en un conflicto utilizando la medicina para imponerle sus prioridades, valores y cruzadas personales. (p. 59-62)
Conclusión.
En primer lugar, es necesario que más allá de todas las diferencias culturales se reconozca el derecho del enfermo a la verdad. Reconocer este derecho no significa, sin embargo, que todas las verdades deban ser dichas de cualquier modo y en cualquier momento. A la verdad siempre debe accederse mediante una relación entre dos personasen la que el juicio del profesional vaya acompañado de la voluntad de abrirse al otro. Estas condiciones favorecen un significativo respeto por la persona cuyo ejercicio implica tanto una importante inversión de tiempo y psicología como el fortalecimiento y la humanización de la relación personal entre el profesional y el paciente.
En segundo lugar, la sociedad debe reconocer como un imperativo ineludible el respeto incondicional de las decisiones del enfermo. Es esencial, en efecto, respetar la autonomía de decidir la administración y la duración de los cuidados. También aquí el equipo sanitario debe guiar al paciente y presentarle todas las soluciones posibles. El equipo sanitario y en especial el médico, nunca pueden, ni deben, tomar la decisión de tratar o no tratar sin acuerdo previo con el paciente. Nadie, ni siquiera un experto, puede ni debe controlar la muerte de otro. Es más, esta voluntad debe ser respetada aunque el enfermo ya no esté en condiciones de tomar decisiones. La incapacidad del enfermo, su inconsciencia, nunca pueden servir de excusa o pretexto para ignorar su derecho a una muerte digna. En este sentido, los expedientes actuales, como el testamento vital o el mandato en caso de incapacidad, pueden servir de referencia. (...)
En tercer lugar, hay que promover un desarrollo acelerado de los cuidados paliativos, no sólo en instituciones sino también a domicilio. No existe ninguna justificación posible y válida para dejar sufrir inútilmente a un moribundo. No hay ningún mérito humano en prolongar el sufrimiento. Además, con los conocimientos actuales, raros son los casos en que es imposible controlarlo eficazmente. Deben aclararse ciertas ambigüedades jurídicas. El médico debe poder administrar sin miedo a demandas judiciales todos los cuidados paliativos que exige el estado del paciente, aunque impliquen una reducción de su expectativa de vida. El objetivo no es en efecto provocar la muerte, sino controlar el dolor. Estos cuidados paliativos deben incluir el desarrollo de técnicas psicológicas de apoyo al moribundo que permitan recuperar la alteridad de la relación entre la persona que se va y la que se queda.
Devolver un sentido a la muerte en nuestra sociedad egoísta y hedonista de finales del siglo XX es un desafío considerable. No podemos pretender lograrlo cambiando leyes, sino admitiendo primero que desde hace varias generaciones hemos alejado voluntariamente la muerte de la vida. (...) (p. 126-128)
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