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Descartes pasaría hoy, en el hiperproductivismo académico actual, por solemne cantamañanas

A cierta hora, Heidegger se quedaba cada día como ausente. “A esta hora Martin piensa”, decía su mujer

JORDI IBÁÑEZ FANÉS - 27/10/2004

Hay dos lugares comunes que se contradicen o se complementan, según el modo en que se aborde la cuestión. Uno diría: el ocio es la cuna del pecado (del error: una mala reproducción del Paraíso, que desde la caída sólo vale como ocasión perdida, acaso afortunadamente perdida). El otro diría: el ocio es la condición previa de todo pensamiento, en la medida en que implica la necesaria libertad para que el pensamiento fluya sin la subordinación a un fin o una tarea funcional. El primero puede asociarse con una determinada tradición moralista, que atraviesa la filosofía (creo que no solamente occidental). El segundo parece en cambio sustraerse a la doctrina moral para abrir el juego en el territorio de la imaginación teórica. En ambos casos, el ocio aparece como condición de posibilidad para que suceda algo que puede ser o bien pernicioso o bien provechoso, o las dos cosas a la vez. Lo contradictorio consiste en que el pecado y el error parecen estar reñidos con la actividad del pensar (pensar mal no cuenta aquí). Y lo complementario consiste en que, esta vez, sólo quien piensa mal acierta (mientras que pensar bien es una forma sumisa, ciega y mojigata de pensar).

Cuando nos planteamos el ocio (entendiendo por tal el tiempo libre desvinculado de toda necesidad) como condición necesaria para la actividad del pensar, que no es exclusiva de los que se autodenominan filósofos, accedemos a un repertorio fascinante de posiciones y actitudes que pueden suministrar una lista inacabable de posibilidades. Una primera imagen que acude a la memoria es el final del Cándido de Voltaire, en el que el trabajo y la actividad (en ese caso preindustriales) aparecen como la salvación de una vida delirante, errática y confusa, oscilando entre el optimismo cegador y la ciega desesperanza. También el Fausto de Goethe encuentra insuperable la belleza de una sociedad organizada e hiperactiva, y es ante esta visión que abre la trampilla bajo sus pies al declarar aquel entrañable disparate de “¡detente, instante, eres tan hermoso!” Digo que el disparate es entrañable porque muchos hemos sido educados en la fascinación de este imperativo (y nos hemos tenido que deseducar en contra de la belleza y de los instantes consagrados). Pero digo también que es un disparate porque la detención del instante me parece una mala sublimación de la muerte. La aparición de la muerte, o mejor dicho: la oportunidad con que la muerte hace acto de presencia en el momento de máxima actividad fabril y transformadora, constituye una sutileza de Goethe (no de su héroe, que suele dar palos de ciego en un mundo descoyuntado) ante la que debemos inclinarnos y callar un buen rato. Luego podemos pensar en Hegel, en su idea del trabajo del concepto y en el lugar que asigna a la muerte en la organización general (estatal) del Espíritu. O en el rentista Schopenhauer, que dispuso de todo el tiempo del mundo. O en el quebradizo Nietzsche, que a la que pudo se declaró enfermo crónico, abandonó sus clases en la universidad y se entregó a una errabunda existencia de pensionista. O en Sócrates, convertido en el tábano de Atenas, siempre retratado por Platón en callejuelas al alba, en paseos por los muros de la ciudad, o en francachelas de todo tipo. ¿Y no pasarían hoy Descartes o Wittgenstein, en el hiperproductivismo académico actual, por unos solemnes cantamañanas que no hay manera de que publiquen todo lo que hay que publicar para decir esta boca es mía? Claro que luego están los filósofos entregados al non-stop: uno piensa en la actividad docente y productiva de Kant, o del mismo Hegel, en la compulsión grafológica del recientemente desaparecido Derrida, o se ven los volúmenes de páginas que llegaron a escribir Ramon Llull o Santo Tomás, o incluso, sin ir tan lejos, Adorno o, en otro estilo, Heidegger, y le sobreviene una especie de agotamiento por cuenta ajena tan filosófico, si se me permite la frivolidad, como cualquiera de las páginas que uno nunca escribirá.

Y luego piensa, o pienso yo mismo, en dos historias que sé, una de buena tinta, y la otra de oídas. La una cuenta la extrañeza de un matrimonio amigo de los Heidegger, que emprendió un viaje con el filósofo y su señora. Extrañados de que siempre, a cierta hora de la mañana, en el coche o dando un paseo, el filósofo Heidegger se quedara como ausente y no respondiera a los comentarios y preguntas que se le hacían, y temiendo que se hubiera molestado por algo (claro que, molestarse cada día a la misma hora, ya serían ganas) el matrimonio amigo acabó por preguntarle a la mujer de Heidegger si ocurría algo malo. Y ésta, con toda naturalidad, respondió que “oh, es que a esta hora Martin piensa”.

La otra: Mary McCarthy cuenta de su amiga Hannah Arendt que era la única persona que conocía a la que había visto pensar. Ver pensar a alguien era para ella ver a su amiga tumbada en el sofá, con los ojos abiertos, y durante un buen rato, pero sin transmitir la actitud relajada de un momento de ensoñación, sino una forma de esfuerzo inmóvil y sin objeto aparente. Supongo que es algo parecido a lo que Eugeni d'Ors describió en la Oceanografía del tedio: la observación atenta convierte lo insignificante en algo hipersignificativo. ¡Qué sucede entonces cuando se piensan los problemas serios de verdad! Es una actividad básica para redescubrir el mundo, mientras que la visión rutinaria es la forma básica también para perder de vista el mundo.

Tener tiempo para pensar, para pecar, para imaginar, para arrepentirse, para volverlo a intentar, para hacer preguntas, para probar respuestas (a sabiendas de que no hay respuesta a según qué preguntas): todo esto Hannah Arendt lo remitió al territorio de la acción, que junto con el de la labor y el trabajo se repartía el mundo de las actividades humanas en su libro La condición humana. El modelo de Arendt ha sido muy criticado con diferentes argumentos, pero no estoy muy seguro de que haya sido superado, ni tan siquiera por su caricatura en la realidad, que lo corrobora ciegamente y como un mal reparto de tiempo, ocio y actividades sin demasiado sentido. En esta especie de gran bestia imparable e indomable que es el mundo humano, la filosofía es aquel jinete que se niega a domesticar, a edificar, a curar. Sólo pide y da tiempo para aprender a no caerse de la bestia enfurecida y para decir o leer algunas cosas interesantes mientras dure el galope, el trote o lo que sea, porque sobre los ritmos vitales, por suerte, no hay patrones únicos que valgan.

Jordi Ibáñez Fanés (Barcelona, 1962) es escritor. Su último libro publicado es la novela ‘Una vida al carrer’ (Tusquets, 2004)

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