El horizonte es un motivo visual eterno. Quizás porque es abstracto y misterioso nos resulta elocuente aún en su silencio. Desde el romanticismo, las mejores poéticas lo contemplan.
Los valores simbólicos del horizonte variarán con el tiempo: desde la idea de infinito a la reducción negativa de su significado en la modernidad
ANTONI MARÍ - 18/08/2004 La Vanguardia
El horizonte ha sido siempre un espacio inalcanzable: retrocede a medida que uno avanza hacia él y cuanto más corre uno, más adelanta; no hay modo de atraparlo; y es que el horizonte no es una meta, ni un lugar, ni un confín, por eso no se inscribe en ninguna geografía y no puede ser representado en ningún mapa, ni descrito en texto alguno; sin embargo está allí, más o menos lejano, siempre expectante, atendiendo a lo que sucede frente a él, inmiscuyéndose en los avatares que tienen lugar en su dominio. Podríamos decir que el dominio del horizonte es absoluto, ocupa todos los lugares sin estar en ninguno, es real y sensible, y es mental e imaginario, es representable pero no identificable. Su origen griego lo define como lo que limita y Cicerón lo tradujo como finiens y era un término esencialmente vinculado a la astronomía hasta que en el siglo XVII su significado científico se amplió, aunque siempre evocara el lugar del amanecer o del ocaso y permitiera distinguir lo visible y lo invisible, el día y la noche.
La literatura clásica, y también la pintura, siempre fueron fieles al sentido etimológico del horizonte como aquello que determina y limita, y es que el mundo clásico era un mundo cerrado, limitado, finito y ordenado. Lo infinito, ilimitado y abierto causaba estupor hasta en el maestro Pascal que tanto apreciaba los jardines donde las perspectivas convergían en el horizonte y cerraban una totalidad mensurable y armoniosa. Mensurable como la razón, como los límites del conocimiento y como la finitud del entendimiento, que si es capaz de concebir la idea de infinito es porque la ha heredado de Dios. La finitud de la razón y de la existencia tienen por horizonte un orden trascendente que les sobrepasa y les puede santificar.
En el transcurrir del XVII el horizonte sufre una transformación, se difunde en la lengua literaria y su significado se amplía: designa no únicamente la línea del horizonte, sino todo lo que se ofrece a la mirada del espectador. La introducción de este sentido nuevo provocará una inversión de los valores simbólicos del horizonte, se liberará de la idea de límite para asociarse al de extensión y en lo sucesivo se vinculará a adjetivos incompatibles con su etimología, como inmenso, infinito, ilimitado, y esta modificación coincidirá con la profunda transformación de las ideas y de la sensibilidad: la extensión del campo visual es inseparable del crecimiento de los poderes del espíritu. En la segunda mitad del XVIII la metáfora se asimila a la actividad del pensamiento humano, puesto que la multiplicación y la extensión de los horizontes desarrollan la inteligencia y favorecen el progreso de la razón. Helvetius afirmará: “El horizonte de nuestras ideas se extiende cada vez más, cada día”.
Esta transformación no únicamente da cuenta de una mutación ideológica e intelectual, sino también de la aparición de una sensibilidad y de una estética nueva que se caracteriza por una reacción contra el clasicismo y que inicialmente se manifiesta en el arte del paisaje, tanto en el de los jardines como en el de la pintura. El jardín clásico, a la francesa, cede frente al jardín inglés con sus pequeños valles, claros y repliegues que sugieren una profundidad que se escapa a la mirada, perdida en una lejanía invisible y misteriosa. El horizonte, entonces, retrocede, huye, se hunde o se cubre, como el horizonte de Leopardi que, cubierto por el monte y la cuesta, despierta en el poeta la idea de infinito, quietud y eternidad. El paisaje pictórico abandona la perspectiva geométrica y se transforma en una perspectiva atmosférica; ya no es el fondo estable de la figuras sino la profundidad indefinida en la que ellas se muestran. Diderot recomendaba a los pintores que “los campos deben extenderse hasta donde el horizonte se confunde con el cielo, y el horizonte se hunde en una distancia infinita”.
La ilimitación del horizonte es una idea constante y fundamental del paisaje romántico, tanto plástico como literario. A Baudelaire le atraían las “perspectives fuyants”, “les gouffres amers”, la “profondeur des perspectives” y para los románticos el horizonte crepuscular suponía el encuentro entre el aquí abajo y el más allá y la necesidad de franquear el horizonte que separa los dos mundos. Esta imagen expresa la necesidad de salir de los límites del universo sensible e intelectual del hombre, y la dificultad de acceder a este más allá que se mantiene misterioso y distante, inasible. Para Hölderlin, como para tantos alemanes, seguir el curso del sol poniente le permite dejar los límites terrenales para acceder a la patria ideal que el horizonte crepuscular sugiere como infinito y protector. A partir del romanticismo el horizonte cubrió todas las analogías posibles, desde la idea de horizonte político en expresión de Tocqueville a la imagen de la nostalgia o del tiempo por venir a la espera de nuevas perspectivas, como metáfora del espacio íntimo o el lugar donde se realiza el deseo, la idea y el amor: “Tu ressembles parfois à ces beaux horizons / qu'allument les soleils des brumeuses saisons”, de Baudelaire.
Los avances tecnológicos
La modernidad realizará una verdadera inversión de los valores simbólicos del horizonte al constatar la falacia de los idealismos, que en lugar de aparecer vibrantes y luminosos parecen precipitarse hacia el abismo y el vacío; esta transformación, que coincide con la crisis de los valores morales, políticos y religiosos, cubre el horizonte de significados de una negatividad obsesiva al constatar la pérdida de todo posible horizonte y el cerco a que quedó reducida la vida de los hombres: apenas queda indemne el horizonte nocturno como metáfora de la muerte, del olvido y los adioses. No mucho más lisonjeros son los horizontes de nuestra estricta modernidad. Son inciertos y apenas pueden vislumbrarse en lontananza y las nuevas tecnologías favorecen la transmutación de la idea de horizonte, puesto que derrumban las distancias físicas, desplazando los patrones familiares de percepción en los que se basan nuestra cultura, nuestros hábitos y nuestra política. Paul Virilio, en L'horizon négatif, nos exhorta a ser conscientes de la “progresiva desrealización del horizonte terrestre”. La velocidad, la inmediatez, la destrucción de la distancia, la pérdida de la dimensión geográfica, la abolición de la inmensidad del espacio, parecen reducir el horizonte a una idea anacrónica y a una metáfora salvaje. El horizonte, sin embargo, es una experiencia vinculada al cuerpo, al movimiento y a la memoria, a la evolución de la vida. A la espera de que se cumplan las expectativas que cada uno aguarda a este lado del paraíso.