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La deconstrucción es, ante todo, política, por mucho que bastantes de sus intérpretes sigan teniendo una visión ‘textualista’ o ‘lúdica’ del juego deconstructivo

MANUEL ASENSI - La Vanguardia: 28/07/2004

En una ocasión se encontraba Derrida a punto de iniciar su seminario anual en la Universidad de California (Irvine), cuando una muchacha estudiante de ópera le dedicó una canción cuya letra estaba extraída de su obra ‘De la gramatología’. Este hecho demostraba dos cosas: la popularidad alcanzada por Derrida en los Estados Unidos y los lugares, a veces insólitos, hasta donde estaba siendo capaz de llegar la deconstrucción. Lo primero se observaba no sólo en ese canto que venía a recordarle a Derrida una frase que él había citado de Sollers en ‘La dissémination’ (“lo esencial es representar el canto como ‘injerto’”), sino también la extraordinaria expectación que creaba su llegada en aquellos primeros años de los noventa, imagino que no sólo en los Estados Unidos. Recuerdo, además, que Derrida solía, antes de su seminario, sentarse en la terraza del Cornestone Coffe para tomarse un capuchino acompañado de una ‘muffin’ de chocolate, y recuerdo que muchos estudiantes y profesores lo imitaban, como si el capuchino y la ‘muffin’ estuvieran investidos del aura derridiana. Lo segundo, los lugares y las disciplinas afectadas por la deconstrucción, esa palabra que tan poco le gusta a Derrida, formó parte desde muy pronto de su propia manera de ser. Y le guste o no, lo cierto es que Derrida y la deconstrucción, la deconstrucción y Derrida, han pasado a ser prácticamente sinónimos. Por eso, las preguntas son inevitables: ¿qué es la deconstrucción? ¿Qué hay en ella para que arquitectos, directores de cine y cocineros, hablen de arquitectura deconstructiva, cine deconstructivo y cocina deconstructiva (hasta los guiñoles del Plus utilizan la palabra deconstrucción del mismo modo que los periodistas de la televisión eslovena, la de la patria de Zizek, emplean términos como ‘falo’, ‘voz acousmática’, ‘significante flotante’, etc.)? Hay ortodoxos y ortodoxas que se espantan cuando llegan hasta ellos estos usos, y ciertamente hay que tratar de ser rigurosos ante los empleos banales, eso sí sin llegar al ‘rigor mortis’. Porque, por mucho que se empeñen algunos y algunas, no hay nada más alérgico a la deconstrucción que las capillas, los grupos cerrados y la ortodoxia. ¿Cómo podría ser así si Derrida debería, por suerte, formar parte de otra historia de los heterodoxos?

Sería pretencioso e inútil tratar de definir la deconstrucción en unas pocas líneas, sobre todo teniendo en cuenta que el propio Derrida advierte reiteradamente que la deconstrucción se resiste a una definición del tipo “S es P”. Pero ello no nos impide hablar de ella, por lo menos ‘de cierta forma’. ¿Qué es lo que nos viene diciendo Derrida desde que a finales de los cincuenta y principios de los sesenta empezara a trabajar sobre Husserl; desde que en la década de los sesenta entrara en contacto con la vanguardia artística y literaria gracias a movimientos como el representado por la revista ‘Tel Quel’ (Sollers, Kristeva, Pleynet, Goux, Houdebine, etc.); desde su ‘diálogo’ constante con Heidegger, Blanchot, Levinas, entre otros; desde su viaje a los EE.UU. donde el contacto con Paul de Man, Hillis Millers, y la llamada escuela de Yale se encuentra entre lo más productivo y fecundo de su trayectoria; desde una escritura (y nunca mejor dicho) que cubre ya cinco décadas? ¿Qué es, pues, lo que nos dice Derrida? Nos dice que no hay una identidad pura que se pueda simplemente oponer a otra identidad pura con la que mantiene una relación de dominancia. Nos dice que la identidad está siempre contaminada por el o lo otro que aparentemente le es ajeno y diferente. Si imaginamos por un momento lo que esto puede significar a efectos de raza, de sexo o de medio, entenderemos de inmediato lo que ello supone en el campo general de lo político. Digámoslo de una manera burda pero clara: el mestizaje es la condición de posibilidad de la raza, la bisexualidad (Cixous) la del género, y la ausencia de fronteras la de los límites de un país. Es fácil darse cuenta del motivo por el que la deconstrucción es, ante todo, política. Derrida jamás ha negado que sea así, al contrario, ha insistido en ello, por mucho que bastantes de sus intérpretes sigan teniendo una visión ‘textualista’ o ‘lúdica’ del juego deconstructivo. Otra cosa es estar de acuerdo o no con las consecuencias que el propio Derrida extrae en cuanto a la toma de partido ideológico.

Ahora bien, para llegar a una afirmación como la que se refiere al problema de la identidad y al papel que en ella juega el otro o lo otro, es necesario realizar un largo recorrido por los caminos responsables de haber inaugurado ese tipo de pensamiento. Y en el hallazgo de ese responsable Derrida se pone de acuerdo (al menos, de acuerdo hasta cierto punto) con Nietzsche y con Heidegger: el problema se llama ‘metafísica’ o ‘pensamiento metafísico’. Es la metafísica, encarnada en primera instancia por la pareja Platón-Sócrates, el lugar donde se encuentran, escondidas y fortificadas, las estrategias ‘archeológicas’ y teleológicas que nos han hecho pensar la realidad en términos de un sistema de oposiciones binario y jerárquico, estático y bien centrado. Son los textos de la metafísica los que han organizado nuestra percepción del mundo de modo que siempre, en mayor o menor medida, pensemos en que hay un punto (un significado trascendental, diría Derrida) que organiza e inmoviliza una totalidad. También nos dejan listos para que imaginemos que es fácil distinguir un exterior de un interior, lo original de su comentario o repetición, el habla viva de la escritura muerta, la sexualidad normal de la sexualidad suplementaria, Hegel de Jean Genet, la filosofía de la literatura, lo vivo de lo parásito o, ya de broma, Zipi de Zape. Según el argumento derridiano, el molde metafísico se ha venido repitiendo a lo largo de la historia, asomando por aquí y por allá, disimulándose pero operando desde la sombra o manifestándose a plena luz, incluso allí donde según todas las intenciones y las superficies se había acabado definitivamente con la impronta metafísica (el psicoanálisis, el marxismo, la genealogía, Heidegger). Y, así, aunque no lo parezca, Platón nos saluda desde el andamiaje de la teoría lingüística de Saussure, desde el psicoanálisis lacaniano o desde los planteamientos sobre los actos de habla de Austin y Searle (por mencionar sólo unos pocos)

De ahí la necesidad imperiosa de leer atentamente y siguiendo una determinada estrategia los textos de esa tradición metafísica. De ahí que muchos lectores de Derrida se desesperen y se tiren de los pelos ante esa lentitud, finura y profundidad con la que lee a Platón, Mallarmé, Hegel, Saussure, Husserl, Sollers o Austin. ¡¿Pero a dónde va este hombre?! –se dicen–; ¿para qué seguir con tanto detalle esta metáfora, este margen del texto, esta nota a pie de página o esta frase que Hamlet dijo en un momento en el que no tenía nada más que hacer? Hablar sobre cómo Derrida lee a éste o al otro es tocar el corazón deconstructivo. Porque la deconstrucción es, sobre todo, una determinada manera de leer los textos y las consecuencias performativas que tienen sobre eso que llamamos realidad. Y es una determinada manera de leer no metódica, lo cual no excluye el tomar en cuenta ciertas reglas, lo que Derrida llama una cierta andadura. Una lectura deconstructiva se detiene fundamentalmente en el lenguaje del que está hecho un texto (no sólo del lenguaje verbal, sino pictórico, fotográfico, fílmico, arquitectónico, etc.) más allá de las intenciones declaradas de su autor. Ello explica por qué la ‘literatura’ es tan importante en su pensamiento y en su estrategia. ¿Y por qué? Porque el lenguaje que empleamos tiene tras de sí una historia más larga que la nuestra como sujetos enunciadores, porque ese lenguaje no es un animal dócil que va a donde nosotros queremos que vaya. Muchas veces es al contrario. Tanto es así que Derrida ha demostrado con insistencia que es el lenguaje (el texto) el que esconde los argumentos que permiten oponer el autor a sí mismo. Esta es la razón por la que se dice, a veces con cierta dosis de mala fe, que la lectura deconstructiva es una lectura a contracorriente que no respeta los límites de la interpretación.

En otra ocasión le preguntaron a Derrida: ¿Cómo sabes que no estás muerto? Y él respondió: ¡Porque puedo ser interrumpido! Sigámosle, pues, interrumpiendo.

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