Sobre la fluidez de la posmodernidad
SALVADOR GINER - 12/05/2004
El abuso de la vaporosa noción de posmodernidad ha marcado un período notable de la historia cultural reciente. Nadie acertaba a saber lo que era pero muchos encontraban la idea muy excitante, y hasta se convertían a una idelogía posmodernista cuyos rasgos eran casi imposibles de trazar. A todo esto, irrumpió otra noción no menos ambigua y pertinaz: la mundialización. (Que con singular insistencia suele llamarse por acá globalización). Ambas nociones son manifiestamente insatisfactorias. La última posee un origen muy remoto, aunque diríase que ha sido descubierta ayer. La primera, en cambio, es mucho más reciente. Osaría añadir que es, además, intelectualmente liviana, con algunas excepciones.
Una de ellas, en entrambos casos, se halla en la obra del sociólogo Zygmunt Bauman. Ha sido un adelantado en una formulación de lo que significa exactamente la posmodernidad en términos no sólo socioestructurales, sino principalmente morales. También lo ha sido en precisar la naturaleza del momento presente dentro de ese luengo proceso histórico que ha sido la mundialización. Por tales proezas, y como miembro del comité que concede cada año el Premio Europeo de Sociología y Ciencia Social en Amalfi, Italia, tuve el placer de otorgárselo, junto a mis colegas, en 1990.
Bauman es un judío polaco que, por el mero hecho de serlo, tuvo que refugiarse en la Rusia estalinista y educarse en ella, aunque al final pudo volver a Varsovia. Por algún tiempo, sin embargo. Del fatídico 1968 se recuerda siempre el menos importante de los acontecimientos, el happening de París, en detrimento de sucesos mucho más dramáticos y graves como los acaecidos en México, Praga y Polonia. (¿Cosas de la posmodernidad?) La vergonzosa oleada de antisemitismo que se manifestó a la sazón en el seno del partido estalinista polaco motivó un nuevo exilio de Zygmunt Bauman, esta vez a Inglaterra. Recaló allí en la agradablemente provinciana universidad de Leeds. A partir de aquel momento su labor contrasta con su muy desconocida obra anterior, más afín a algunas ortodoxias hegemónicas propias de donde fuera compuesta. De ella hay aún ecos en su ensayo de 1976 “El socialismo, la utopía activa”. Bauman entró entonces en una fase volcada a explorar la modernidad avanzada, a relativizar grandes sistemas sociales, y a usar su imaginación sociológica para no caer, a pesar de ello, en el relativismo moral. Se orientó hacia la averiguación de hasta qué punto era posible realizar una crítica ética de la situación general de las sociedades avanzadas con los argumentos de la teoría sociológica.
Fruto de ese esfuerzo es la obra por la que se le concedió el Premio Europeo, “Modernidad y Holocausto”. No pocos críticos la han leído (correctamente) como una reflexión sobre la modernidad avanzada en la que ocupa un lugar central –como hicieran algunos otros antes que él, verbigracia Hannah Arendt– la barbarie genocida. Una barbarie en la que impera la producción industrial de la catástrofe y, muy en especial, la producción racional instrumental del asesinato, de la muerte masiva de inocentes en los campos de exterminio. Tal modo de producción industrial no debe tomarse como una anomalía, sino como algo normal y propio de la modernidad realmente existente. No obstante, “Modernidad y Holocausto” es, esencialmente, y como reza el título mismo de su introducción (“La sociología y el Holocausto”) una apelación directa a la sociología, a su misión y a su función en el mundo de hoy. Por extensión, lo es también a las otras las ciencias sociales contemporáneas.
Sociología y moral
Algunos de los de mi gremio estamos tozudamente empeñados, desde siempre, en demostrar que la sociología es una disciplina moral, es decir, no sólo descriptiva y analítica, sino también normativa y prescriptiva. Por eso la última parte del libro de Bauman sobre el Holocausto como propio de la modernidad, que lleva por título “Hacia una teoría sociológica de la moralidad”, no podía ser más bienvenida. Bien es verdad, empero, que una cosa es la sociología de la conducta moral (e inmoral) así como la de las costumbres y códigos éticos prevalecientes en cada sociedad y otra, muy distinta, la aportación que la sociología realiza a la ética, a una ética universalista y mundializada o, por lo menos, mundializable. Aquí nos veríamos forzados a disentir de las posiciones de Bauman. Mientras que algunos (más o menos aristotélicos, más o menos neokantianos) nos hemos esforzado por identificar y desvelar la estructura moral de la sociedad moderna, otros, como Bauman, han abrazado una interpretación tan fluida de la situación contemporánea que dificultan la aplicación de principios morales universales. O por lo menos de unos criterios sólidos para juzgar el mundo.
Bauman suele afirmar que se distanció hace algún tiempo de la visión “posmoderna” del mundo contemporáneo, pero el lector no tiene más remedio que concluir que tal distanciación consiste más bien en la introducción de matices, añadidos para no confundirlo del todo con los posmodernistas. No obstante, mucho es el terreno sobre el que podemos estar de acuerdo. El énfasis de Bauman sobre la invisibilidad y rutina del terror (de nuevo Arendt inició esta noción) así como su lealtad, por así decirlo, a viejas nociones de dominación, manipulación y control de las clases subordinadas merecen atención. Las supo poner al día sin diluirlas en su “Trabajo, consumismo y los nuevos pobres”, de 1998. Baste recordar que las numerosas protestas contra el consumismo contemporáneo olvidan muy a menudo la permanecia y aún incremento de los modos de dominación clasista, so pretexto, imagino, de que todo ello pertenece a un discurso presuntamente superado, con sus ecos de lucha de clases y demás argumentos periclitados.
Donde puede haber mayor discrepancia es con nociones como la de “modernidad líquida”, atractiva para los relativistas, o para los sedientos de metáforas que, de una pincelada, aludan a todo nuestro complejo universo social. Que lo hagan parecer interesante. La hidráulica metáfora de Bauman posee cierta capacidad de reflejar la sensación de impermanencia, flujo e inestabilidad que produce a muchos la situación contemporánea. Si bien en su libro sobre el asunto Bauman pone el dedo en la llaga al pedir una reconstrucción del espacio público –en contra de la privatización y aislamiento progresivos de los individuos que se produce hoy– también es cierto que no nos dice cómo se logra. (Superar la miseria doctrinal de la llamada Tercera Vía de los socialistas británicos, neoliberales con “conciencia social”, parece aconsejable, pero Bauman haría bien en decirnos cómo.) La cuestión está en saber si tanta condición líquida no será un escollo insuperable a su llamada a que se remoralice la esfera pública.
Democratización
La remoralización de lo público no es una noción gratuita ni abstracta. No significa solamente la eliminación de la corrupción política, como podría entenderse a primera vista, sino muy en especial, la democratización de los servicios públicos –la educación, la salud, la asistencia a los menos privilegiados– según unos criterios muy tradicionales de solidaridad democrática. Además de introducir una potenciación de las asociaciones cívicas altruistas. Si reconocemos una fuerza insuperable a la fluidez de la condición posmoderna, reconoceremos también nuestra impotencia ante ella. Nos quedaremos como meros predicadores de una moral imposible. Fatalistas refinados, a lo sumo.
En su breve libro “La mundialización”, de 1998, Bauman no previó el aumento del terrorismo moderno. No puede reprocharse a nadie que no imaginara lo entonces inimaginable: las Torres Gemelas, Bali, Atocha. Pero apenas cuatro años antes, los genocidios de Ruanda (800.000 muertos en díez días) hubieran merecido mayor atención que las largas reflexiones que Bauman dedica al vagabundeo y al turismo en la posmodernidad. No obstante, es cierto que en aquel ensayo, la capacidad de Bauman por hacer de la sociología una tarea de denuncia permanente, por señalar víctimas y no sólo triunfadores vanos, es poco común hasta entre los miembros de un oficio en el que abundan los descontentos con el orden actual del mundo y con su desorden. También llama la atención su demostración de que el neotribalismo y el fundamentalismo, es decir, el fanatismo, son consecuencias directas del proceso de mundialización tal y como como acaece, y no reliquias de un pasado irrepetible. No son los coletazos del dragón agonizante, sino los zarpazos del porvenir. Si no lo enderezamos.
Salvador Giner es catedrático de Sociología de la Universitat de Barcelona. Su úlitmo libro es “Carisma y razón. La estructura moral de la sociedad moderna” (Alianza)