
Dicho con más claridad y como insistieron los clásicos, donde se vive bien es en común, si ese bien es en verdad común: esto exige que se hayan reducido la dominación, la desigualdad, la humillación, la violencia. Así lo propuso Péguy, cuyo lema era “por una sociedad sin exilio”, una sociedad que no excluya y de la que nadie se vea obligado a salir para poder tener una vida digna. Es el modelo de sociedad decente teorizado por Margalit y que exige, a mi juicio, poner las bases para el desarrollo de un pluralismo incluyente de todos los otros: los, las que ya estaban, aunque fueran invisibilizados, y esos otros que llegan de fuera y se asientan estable y legalmente entre nosotros. Pero, además, en un mundo interdependiente no cabe hablar de sociedades decentes si eso supone la recreación nostálgica de sociedades espléndidamente aisladas, que viven en no poca medida no sólo de espaldas al sufrimiento y explotación de los otros, sino a costa de ese sufrimiento, del menosprecio de los otros, tal y como mostró Conrad en su terrible parábola El corazón de las tinieblas y como ha explicado Honneth al hablar de las sociedades del menosprecio.
Creo que la herramienta más poderosa para crear ese estar bien en común que fomenta la cohesión, la solidaridad y la lealtad y, por ello, da sentido a la patria, es, sigue siendo, el modelo europeo de Estado social de derecho. No es suficiente, claro, para la exigencia de extensión y desarrollo de la democracia inclusiva y plural. Pero es condición imprescindible. Porque del imperio del Estado de derecho dependen las garantías de los derechos humanos y fundamentales en condiciones de igualdad ante la ley. Porque sin él no es posible el control efectivo del poder, de todas las clases de poder. Y porque el Estado social, al garantizar los derechos sociales, es condición de una democracia equitativa.
Javier de Lucas, Donde reside la patria, El País 09/10/2019 [https:]]