El Roto |
Se vuelve a hablar del paraíso: Panamá lo ha logrado. Lo raro es que el paraíso a la moda lleve un apellido tan antipático: fiscal. Pero el vocablo, ahora, está en todas las bocas. Álex Grijelmo se dolía hace unos días en su columna Paraísos o vertederos de que el nombre del lugar más positivo se aplicara a una situación tan negativa: los trucos de los ricos y otros privilegiados para no cumplir con su parte del trato. No insistía en que los paraísos siempre fueron lugares de exclusión, el privilegio de unos pocos. Desde los medos, por lo menos.
Los medos eran unos iraníes de hace treinta siglos, y fueron ellos los que inventaron la palabra paraíso: la armaron con daeza, pared, y pari, alrededor:paridaeza. El paraíso fue, primero, cualquier lugar con una valla alrededor: cualquier lugar donde los de adentro se sentían seguros porque podían dejar fuera a los de afuera. Paraíso era, en su origen, un espacio entre muros, un privilegio de clase, un barrio cerrado inexpugnable. Una Europa, digamos, mucho antes.
Mucho antes: eran tiempos –como todos– de zozobra e inseguridad. Sentirse protegido era impagable, y la idea de espacio custodiado se extendió hasta convertirse en el mejor lugar posible, el trending topic, el topos al que todos aspiraban pero llegaban pocos. El gran invento de los cristianos consistió en proclamar que la condición para entrar a ese club exclusivo no era el dinero y el poder sino portarse bien: temer a un dios, vivir del modo que te decían que él decía. El paraíso, entonces, suponía la exclusión de todos los que no seguían las normas que unos pocos, so capa de traductores de ese dios, dictaban.
Los dictadores de normas fueron, al principio, estrictos; después, fieles a la costumbre, negociaron. Decidieron que quien tenía dinero suficiente podía pagar la entrada: la Iglesia de Cristo se hizo rica vendiendo bulas y absoluciones, y el paraíso se llenó de potentados. Hasta que unos alemanes se rebelaron y empezó la Reforma –y entonces la Contrarreforma, cismas y guerras y muertes y más muertes en nombre, por supuesto, de la creencia en la Bondad Suprema.
Con el tiempo y los vahos de la modernidad, los paraísos fueron quedando tras una niebla rara: se hicieron artificiales o tropicales o prohibidos; ahora, en su versión islámica, lo usan sobre todo los suicidas con bomba que claman por huríes. O, en su versión bancaria y múltiple, descentralizada, los ricos de cualquier confesión que atesoran en ellos sus almas –disfrazadas de dinero. Pero, de pronto, alguien descubrió lo que todos sabíamos. Es curioso: pocas cosas, últimamente, han despertado más sorpresa e indignación globales que los papeles del paraíso fiscal de Panamá, la comprobación de que personas que se dedican a grandes negocios internacionales en cualquiera de sus ramas –política, cultural, corporativa– los manejan como se manejan los grandes negocios internacionales.
Para sorprenderse había que olvidar que los paraísos siempre fueron lugares de privilegio y exclusión. Y, sobre todo, que la riqueza del mundo es, a diferencia de sus dioses y sus paraísos, un conjunto finito, y que si algunos tienen tanto es que otros tienen demasiado poco: que es esa concentración, lo más legal del mundo –y no los escondrijos, las pequeñas infracciones–, la que hace que este mundo esté tan lejos de ser un paraíso.
Martín Caparrós, Los paraísos (siempre) artificiales, El País semanal 18/05/2016