En estas columnas retorna a intervalos la interrogación sobre la finalidad de las mismas, es decir, el objeto de la metafísica, interrogación que a su vez remite a la pregunta clásica e inevitable sobre el objeto mismo de la filosofía. He intentado bajo múltiples formas delimitar cuando cabe decir que la filosofía da comienzo, qué separa la disposición de espíritu del filósofo respecto a la del científico o la del poeta, y cuándo cabe razonablemente conjeturar que la filosofía tiene su punto de arranque.El problema del origen se plantea en particular respecto a la filosofía y la ciencia, pues a la palabra poética y al arte en general no parece poder atribuirse otro punto de arranque que el de la propia humanidad. Es en efecto imposible imaginar que la disposición artística no surge de inmediato cuando en la historia evolutiva se asiste a ese momento de total ruptura, a esa
emergencia que supone
la mutación de un código de señales en lenguaje. Nunca es ocioso insistir en esta radical diferencia:Los signos de un código sirven a una finalidad práctica, y por definición su operatividad es proporcional a la ausencia de equivocidad; los signos lingüísticos por el contrario sólo parcialmente están subordinados a intereses exteriores al propio signo y además su potencial equivocidad es un arma para su propio despliegue, precisamente bajo forma de palabra poética.Marcado por el hecho de que en ocasiones el deseo de hablar (el pinkeriano "instinto de lenguaje") prima sobre las exigencias prácticas, el hombre extiende esta disposición más allá del lenguaje y así convierte en símbolo cosas de su entorno que eran susceptibles de constituir un instrumento para la vida práctica, o ser material del mismo. Interrogándose sobre la polaridad
medios- fines, el genetista
Francisco Ayala señala el peso enorme de la capacidad para hacer esta distinción en el desarrollo de la cultura humana: "el cuchillo
para cortar, la flecha
para cazar, la piel de un animal
para proteger el cuerpo del frío" (Lectio con motivo de su doctorado Honoris Causa en la Universidad de Valencia). Mas precisamente por ello cabe enfatizar la enorme importancia en que esta finalidad del objeto es abolida: vasijas excesivamente pequeñas para almacenar agua o excesivamente grandes para ser transportadas, arcos demasiado pesados para ser alzados, espadas carentes de filo y de acuidad... objetos sin valor instrumental, preciosos sin embargo como prueba de ofrenda. Cabe conjeturar que está aquí una de las vías en el deslizamiento que conduce de la
techne en el sentido de técnica, a la
techne en el sentido de artePero lo que aquí quisiera enfatizar es otro singular aspecto del singular código de señales de los humanos: la información no determinada por objetivos exteriores a la misma, es decir, la inteligibilidad. La abeja que contempla la danza de su congénere recibe una información llena de matices, la cual es desde luego preciosa con vistas a dar con el lugar dónde se halla el botín alimenticio. Sin duda cabe atribuir a ambas abejas algún tipo de afección positiva en el hecho de estar actualizando una potencialidad simbólica que es propia de su especie ("danzar" y aprehender el sentido de tal danza), pero no parece razonable sin embargo separar tal satisfacción del objetivo vital. No parece razonable conjeturar que tras la danza que señala el lugar de la riqueza y la percepción del sentido de tal danza por la segunda abeja esta última acudiera a descubrir el lugar dejando intacto el objeto.Es indiscutible que tal limitación no se da en el caso de la utilización de la información por los humanos. La información sobre la naturaleza que el lenguaje proporciona puede llegar a ser deseada, no sólo dejando intacto aquello sobre lo cual tal información se da sino sin extraer utilidad alguna de la misma. El lenguaje humano intrínsicamente equívoco (a diferencia de los códigos instrumentales) lucha contra su interna equivocidad a fin de alcanzar información relativamente inequívoca o inteligible, pero esta búsqueda de inteligibilidad puede llegar a ser libre, es decir, tenerse a sí misma como fin. ¿Quiero ello decir que esta búsqueda desinteresada es ya la ciencia? No necesariamente. La ciencia exige algo más, exige que lo inteligible no sea contingente, exige una determinada concepción del orden natural. Me ocuparé de ello en la siguiente columna.
Víctor Gómez Pin,
Asuntos metafísicos 93, El Boomeran(g), 15/04/2015