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Donald Rumsfeld |
El 7 de septiembre de 1944, después de que los aliados invadieran Francia, el mariscal Philippe Pétain y los miembros de su régimen de Vichy fueron trasladados por los alemanes a Sigmaringen, un gran castillo en el sur de Alemania. Allí se estableció una ciudad-Estado extraterritorial, regida por el gobierno francés en el exilio presidido nominalmente por Fernand de Brinon. Había hasta tres embajadas en la ciudad-Estado: las de Alemania, Italia y Japón. Sigmaringen tenía sus propias emisoras de radio (Radio-patrie, Ici la France) y su prensa (La France, Le Petit Parisien). La población del enclave de Sigmaringen era de aproximadamente 6000 habitantes, entre los que se encontraban políticos colaboracionistas muy conocidos (como Laval), periodistas, escritores (Céline, Rebatet), actores como Robert Le Vigan, que representó a Jesucristo en 1935 en Gólgota, de Duvivier, y sus familias, además de alrededor de 500 soldados, 700 miembros de las ss francesas y algunos civiles franceses que realizaban trabajos forzados. Era un panorama de locura burocrática llevada al límite: para mantener el mito de que el régimen de Vichy era el único gobierno legítimo de Francia (que, desde un punto de vista legal, era efectivamente el único), la maquinaria de Estado continuó trabajando en Sigmaringen, produciendo en masa un flujo interminable de proclamaciones, leyes, decisiones administrativas, etc., sin consecuencias reales, como un aparato del Estado sin Estado que funciona por sí solo y que está atrapado en su propia ficción.
La filosofía a menudo se presenta ante sus oponentes racionales como una especie de Sigmaringen de ideas, produciendo en masa sus ficciones irrelevantes y fingiendo que ofrece al público los conocimientos de los que depende el destino de la humanidad, mientras la vida real avanza hacia otro lado, indiferente a las gigantomaquias filosóficas. ¿Es realmente la filosofía un mero teatro de sombras? ¿Un pseudoacontecimiento que imita con impotencia acontecimientos reales? ¿Y si su poder reside en el hecho mismo de apartarse de la interacción directa? ¿Y si, en su distancia Sigmaringen de la realidad inmediata de los acontecimientos, puede ver una dimensión mucho más profunda de estos mismos acontecimientos, y el único modo de orientarnos en la multiplicidad de acontecimientos es a través de la lente de la filosofía? Para responder a esto, primero debemos preguntarnos: ¿qué es esencialmente la filosofía?
En febrero de 2002, Donald Rumsfeld —en aquella época secretario de Defensa de los Estados Unidos—, se aventuró en los terrenos de filosofía amateur al hablar de la relación entre lo conocido y lo desconocido: «Está lo conocido conocido; hay cosas que sabemos que sabemos. Está lo desconocido conocido; es decir, hay cosas que ahora sabemos que no sabemos. Pero también está lo desconocido desconocido: cosas que no sabemos que no sabemos». El objetivo de este ejercicio era justificar el ataque inminente de los Estados Unidos a Iraq: sabemos lo que sabemos (es decir, que Sadam Hussein es el presidente de Iraq); sabemos lo que no sabemos (cuántas armas de destrucción masiva tiene Sadam); pero también hay cosas que no sabemos que no sabemos: ¿y si Sadam tiene alguna otra arma secreta de la que no tenemos ni idea…? Pero lo que Rumsfeld olvidó añadir fue el cuarto término crucial: lo «conocido desconocido», las cosas que no sabemos que sabemos —que es precisamente el inconsciente freudiano, el «conocimiento que no se conoce a sí mismo», como solía decir el psicoanalista francés Jacques Lacan (1901-1981)—. (Para Lacan, el Inconsciente no es un espacio de instintos prelógicos —irracionales—, sino un conocimiento articulado simbólicamente ignorado por el sujeto). Si Rumsfeld pensó que el principal peligro en la confrontación con Iraq era lo «desconocido desconocido», las amenazas de Sadam que ni siquiera podemos sospechar, nuestra respuesta debería haber sido que el principal peligro era, por el contrario, lo «conocido desconocido», las creencias y las suposiciones negadas de las que ni siquiera somos conscientes y que se adhieren a nosotros. Lo «conocido desconocido» fue de hecho la principal causa de los problemas que los Estados Unidos se encontraron en Iraq, y la omisión de Rumsfeld prueba que no era un verdadero filósofo. Lo «conocido desconocido» es el tema privilegiado de la filosofía: forma el horizonte trascendental, o el marco, de nuestra experiencia de la realidad. Recordemos el tema clásico de principios de la modernidad que hace referencia al cambio de planteamiento en nuestra comprensión del movimiento:
La física medieval creía que el movimiento era causado por un ímpetu. Las cosas están en reposo por naturaleza. Un ímpetu hace que algo se mueva; pero después se agota, y el objeto se ralentiza y se detiene. Algo que continúa moviéndose, por lo tanto, tiene que seguir siendo empujado, y ese empuje es algo que puede percibirse. [Éste era un argumento incluso para la existencia de Dios, puesto que algo muy grande —como Dios— tenía que empujar para que los cielos continuaran moviéndose]. Así que, si la Tierra se mueve, ¿por qué no lo notamos? Copérnico no pudo responder a la pregunta […]. Galileo tenía una respuesta para Copérnico: la simple velocidad no se nota, sólo se nota la aceleración. Así que la Tierra puede moverse sin que lo notemos. Además, la velocidad no cambia hasta que una fuerza la cambie. Ésa es la idea de inercia, que después reemplazó la vieja idea del ímpetu.
Este cambio en nuestra comprensión del movimiento, del ímpetu a la inercia, modifica fundamentalmente cómo interaccionamos con la realidad. Como tal, se trata de un acontecimiento: en su esencia, un acontecimiento no es algo que ocurre en el mundo, sino un cambio del planteamiento a través del cual percibimos el mundo y nos relacionamos con él. En ocasiones, dicho planteamiento puede presentarse directamente como una ficción que no obstante nos permite decir la verdad de un modo indirecto.
Slavoj Žižek, Acontecimiento, Sexto piso, Madrid 2014