De entre las muchas y terribles consecuencias que está teniendo esta crisis, quizá la más brutal y más difícil de cuantificar sea el súbito recorte en las expectativas vitales que teníamos todos, pero especialmente los más jóvenes, antes de que llegara el desastre. Por supuesto se han desvanecido las esperanzas de empleos buenos y duraderos para muchos, pero también la confianza en que la democracia, a pesar de sus gritos, sería básicamente estable y tolerablemente limpia, y que los crecientes y fiables servicios sociales seguirían creciendo en cantidad y calidad. Ahora que mucho de esto puede darse por descartado, no solo somos en general más pobres, sino que además sentimos que nos han robado el futuro al que creíamos tener derecho por nacer en un país relativamente próspero y sereno. Es muy probable que todo esto, además de ser cierto, se deba no solo a que la realidad ha dado un giro inesperado, sino a que nuestra percepción de la realidad, especialmente la política, estaba desenfocada.
En su reciente y espléndido libro Polítics, que aparecerá el mes que viene en castellano en la editorial Turner, el profesor británico David Runciman explica en qué medida la sociedad actual adolece de un exceso de expectativas de lo que la política puede hacer por nosotros. Por supuesto, afirma, un danés puede tener más esperanzas en la política que un sirio, porque los daneses han sabido dotarse de un sistema político en el que los partidos se alternan en el poder, la seguridad jurídica y la falta de corrupción permiten que los negocios florezcan y un sistema judicial eficiente hace que la inmensa mayoría de los conflictos se solucionen sin violencia, mientras que Siria está gobernada desde hace décadas por una familia de déspotas, la corrupción es rampante y la violencia, sea estatal o de grupos armados, impide una convivencia tolerable. Pero aún así, recuerda, Dinamarca era hace solo unos siglos un lugar peor para vivir que Siria, por lo que la posibilidad de que los sistemas políticos funcionen no se debe a azares geográficos, étnicos o religiosos, sino a la aptitud de construir instituciones que alcancen un cierto equilibrio entre su capacidad para coercer y para construir consensos. Capacidad que siempre puede desvanecerse.
Como explica en tres capítulos, debemos ser conscientes de que la política es un asunto complicado en el que es más habitual que las cosas salgan mal que bien. En el primero, titulado “Violencia”, Runciman hace un rápido y brillante repaso de la filosofía política desde Hobbes a Weber, pasando por Montesquieu, Kant y Constant, y nos recuerda qué es en realidad la política y por qué deberíamos ser muy exigentes con ella y, al mismo tiempo, limitar nuestras esperanzas en ella. Y en ese sentido, apunta una y otra vez a lo que la tradición liberal ha sostenido durante mucho tiempo frente a opciones más tentadoras: que, como creía Hobbes, quizá el fundador de nuestra política, “es inútil tratar de alcanzar la buena vida por medio de la política. La política, en realidad, existe para permitirnos buscar la buena vida por nosotros mismos […] Esto hace de Hobbes un ‘liberal’ en el sentido europeo moderno: considera que la realización personal necesita protección política, pero no instanciación política. Es decir, la política es solamente la salvaguarda ante un mal mayor, pero no una fuente de redención y felicidad absolutas.” Para ello, como apuntaba Weber, hay que hacerse a la idea de que las instituciones gubernamentales no son capaces de eliminar la violencia del todo, sino que la burocratizan –“hay reglas, guías de comportamiento, protocolos y cadenas de mando”– y hacen que la violencia sea racionalizada y tolerable. Por supuesto, esta búsqueda de la estabilidad a toda costa tiene también sus peligros, y muchos de ellos los estamos viendo ahora mismo: la estabilidad, como apuntó Constant, hace que la gente “se concentre en sus satisfacciones privadas” y abandone casi completamente el interés por la política, con lo que, en determinadas circunstancias, cuando sus expectativas no se ven colmadas, pasan del desinterés absoluto por la política a las opciones más extremistas y demagógicas; quienes estaban satisfechos con sus asuntos privados perciben que han sido engañados mientras miraban hacia otra parte y caen “presa de provocadores que venden historias de transformación política”. Los españoles sabemos ahora mismo de qué estaba hablando Constant hace casi dos siglos. “Largos periodos de indiferencia intercalados por breves espasmos de furia –dice Runciman– no es la manera de hacer política.”
En el segundo capítulo de Política, “Tecnología”, el autor contrasta la apasionante innovación y capacidad disruptiva de la tecnología con la lentitud, la burocracia y torpeza de la política. La tecnología, dice, ha revolucionado nuestras vidas cotidianas, y “la velocidad del cambio hace que el gobierno parezca lento, torpe, difícil de manejar y muchas veces irrelevante. También puede hacer que el pensamiento político parezca soporífero en comparación con las grandes ideas que surgen de la industria tecnológica”. Quienes desconfían de la democracia representativa han encontrado en sus teléfonos móviles –con Facebook, Twitter y demás– la mejor prueba de que el parlamentarismo representativo es una antigualla, porque las nuevas tecnologías permiten un debate y una participación mucho más rápida y real que las viejas urnas con papelitos dentro. Pero en el fondo, dice Runciman, nuestros problemas más importantes no los puede resolver la tecnología, ni siquiera la idea de libre mercado que tan asociada a ella está, sino que siempre estaremos condenados a recurrir a nuestra aburrida y a veces irritante política. “Hay límites a lo que los mercados pueden hacer. Los defensores del libre mercado tienen tendencia a extrapolar de su capacidad creativa una fe injustificada en su capacidad para solventar cualquier problema. Sí, la empresa privada nos ha dado el coche sin conductor […] Pero ese coche sigue necesitando carreteras por las que circular y reglas que gobiernen lo que suceda en ellas. ¿Qué pasa con la gente que no quiere un coche que se conduce solo o no puede permitirse uno, o a la que le gusta sentarse al votante? ¿Quién gestiona la transición de un mundo con conductores a uno sin? No lo hará Google. Lo tendrá que hacer el gobierno.”
En el último capítulo del libro, “Justicia”, Runciman recupera la célebre frase de Tolstoi según la cual todas las familias felices se parecen mientras que cada familia infeliz lo es a su manera para explicar cómo en política sucede al revés y los países infelices se parecen bastante en sus defectos y, en cambio, los felices lo son cada uno a su manera. Su argumento es que es la buena política es mucho más difícil de exportar de lo que por lo general creemos, y que los argumentos que se esgrimen para la imitación de modelos exteriores –“hagamos como Suiza”, “en Alemania les ha ido muy bien así”– suelen ser falaces, porque las políticas nacionales que funcionan dependen de tal magnitud de elementos históricos, culturales e institucionales que son en muchos casos únicas. No basta con traducir para el propio país la constitución de otro que funciona mejor que el nuestro. En ese sentido, dice Runciman, Fukuyama se equivocaba al pensar que la caída de los modelos comunistas demostraba la superioridad de nuestras formas democráticas occidentales y hacía casi inevitable que su modelo fuera adoptado por cada vez más países. Por supuesto, Fukuyama no era el insensato optimista que muchas veces aparece entre sus detractores y sabía que el triunfo de la democracia no se produciría ni rápida ni totalmente, pero sí, dice Runciman, se equivocó en algo capital. No entendió que “el triunfo de la democracia en el siglo XX había sido en esencia un triunfo negativo. La democracia no resultó ganadora por todo lo que hizo bien, sino más bien por todo el mal que evitó.”
Política es una magnífica lección de humildad para los que creen que la democracia puede ser una panacea, pero también un recordatorio de que no conocemos nada mejor que la democracia. Con una ejemplar mezcla de erudición y didactismo, Runciman nos recuerda que no debemos depositar en la política esperanzas redentoras, ni esperar demasiado de ella en los buenos tiempos, porque los malos siempre están a la vuelta de la esquina. Pero también argumenta que la política es indispensable para la existencia de sociedades tolerantes y prósperas, y que en última instancia eso es obra de los humanos, no de maldiciones religiosas, geográficas o culturales. “Nada en política es inevitable: los malos resultados políticos no están más predeterminados que los buenos.” Es una exageración pesimista decir que nunca nada del todo recto ha podido hacerse del fuste torcido de la humanidad, y lo es particularmente en España, donde en las últimas décadas se han construido, si no instituciones rectas, sí mucho mejores que las que jamás hayamos conocido. Pero eso no significa que el fuste de la humanidad no sea torcido, y es bueno que lo recordemos cada vez que nos decepcionamos al ver cómo nuestra esperanza en la política –es decir, en la humanidad– se ve defraudada. Ramón González Férriz, Los límites de la política, Letras Libres, octubre 2014