El informe de Oxfam recientemente publicado aporta cifras para demostrar lo que todos sabíamos: que la desigualdad en el mundo ha aumentado significativamente en los últimos años y que sigue aumentando, con algunas excepciones como América Latina, que pese a todo sigue siendo uno de los continentes más desiguales. El 1% de la población posee casi la mitad de la riqueza mundial. Siete de cada diez personas viven en países donde la desigualdad económica ha aumentado en los últimos 30 años. Y en nuestro país el número de ricos ha crecido durante la crisis.
Muchos analistas no ven nada negativo en este proceso. Según ellos, el crecimiento de los ingresos de los más ricos es una condición necesaria para que los más pobres mejoren su calidad de vida. Lo que importa a los pobres no es la distribución de los ingresos sino la mejora de sus condiciones materiales, y el aumento de la riqueza en la sociedad por medio del enriquecimiento de sus clases altas ayuda a mejorar las condiciones de vida de todos los habitantes. Decir lo contrario, según ellos, proviene de un odio a los ricos fruto de una malsana envidia. Es la teoría del derrame: al llenarse el recipiente de los ricos, el sobrante se derrama de modo que los pobres pueden aprovecharse de él.
La realidad es más compleja. Abundantes estudios afirman que ese proceso produce consecuencias económicas perversas, como retrasar el crecimiento, dificultar la reducción de la pobreza relativa a largo plazo, imposibilitar la progresividad fiscal, controlar los medios de comunicación y fomentar la corrupción. Todo ello sin entrar en el tema, que requiere tratamiento aparte, del impacto de la desigualdad en las relaciones internacionales. Pero como los estudios económicos exceden las posibilidades de quien escribe, me limitaré a comentar sus efectos políticos y culturales.
Es ya un lugar común afirmar que la actual etapa del capitalismo financiero es incompatible con la democracia. Si bien la democracia entendida etimológicamente como “gobierno del pueblo” no ha sido realizada plenamente en ningún país del mundo, también es cierto que la participación popular en los asuntos públicos ha avanzado considerablemente desde los tiempos de las monarquías absolutas. Imperfecto como es, el régimen democrático obliga a los gobernantes a contar en alguna medida con la opinión pública en la toma de decisiones. Sin embargo, esa voluntad popular está cada vez más mediatizada por grupos de poder que tienen en sus manos los medios de los cuales dependen que sea posible llevar a la práctica las medidas que el pueblo ha votado. La reciente crisis constituye la mejor demostración: el progresivo desmantelamiento que se está haciendo de nuestro precario estado de bienestar no ha sido decidido por los ciudadanos sino por gobiernos que han respondido a los dictados de gestores financieros capaces de imponer sus condiciones.
En la medida en que aumenta la desigualdad aumenta también el poder de decisión de esos grupos y el consiguiente retroceso de la democracia. No es un secreto para nadie que la riqueza es una fuente de poder. Y no solo por la posibilidad de corrupción de la clase política –que también- sino sobre todo porque esos pocos ricos tienen en sus manos los recursos necesarios para financiar las necesidades privadas y públicas, y a ellos hay que acudir para tener acceso a esos recursos. (Lo mismo que les sucedió a los reyes renacentistas para financiar sus guerras). Y cuando ese poder se concentra en pocas manos, la capacidad de decisión de las mayorías populares disminuye en la misma proporción. Es falso que se produzca un derrame proporcional del “cuenco” de los más ricos a la población en general: en un sistema en el cual el derecho de propiedad prima por sobre los intereses comunes, ese grupo cada vez más reducido tiene la posibilidad de invertir su dinero en lo que prefiera, y con mucha frecuencia esa inversión se dirige antes a una especulación improductiva que a financiar las necesidades reales de la sociedad.
Pero, además, la desigualdad provoca efectos perversos en la cohesión social. Cuando un trabajador constata que el presidente del Banco en el que cobra su salario gana decenas de veces más que él por un trabajo no más valioso que el suyo, o un jubilado se entera de que los directivos de una entidad se retiran con una indemnización de varios millones después de trabajar menos tiempo que él, será inútil pedirles “esfuerzos solidarios”, como hacen a menudo nuestros gobernantes. Los ciudadanos perciben que las desigualdades no guardan ninguna proporción con el valor del trabajo realizado ni con la capacidad de cada uno: innumerables parásitos dedicados a la especulación viven mucho mejor que un buen fontanero o un médico de urgencias. El mito neoliberal de que el libre mercado asegura el reparto de los recursos según la valía e iniciativa de cada agente económico resulta cada vez más falso, en la medida en que la riqueza se concentra en las actividades especulativas, muchas de ellas perjudiciales para los intereses comunes, y menos en la economía productiva. Y todavía menos en las necesidades básicas de los ciudadanos, como la sanidad, la educación y la atención a la discapacidad, que no cesan de sufrir recortes. Si este panorama continúa extendiéndose, la conflictividad social está asegurada.
La progresividad fiscal, por ejemplo, es impensable cuando la riqueza –que, hay que recordar, ha sido producida por el trabajo de todos- se concentra en un sector cada vez más pequeño de los habitantes, lo cual permite amenazar con buscar lugares más acogedores para su capital en caso de que se pretenda gravar sus fortunas, cosa que sería más difícil si esos recursos estuvieran más distribuidos. La eterna promesa nunca cumplida que hicieron varios dirigentes de la Unión Europea de gravar las transacciones financieras –lo que se ha llamado la tasa Tobin- demuestra la asimetría de las obligaciones fiscales: se paga un impuesto al comprar una barra de pan pero la especulación financiera está exenta de cargas impositivas. Además, Sin contar con la presión que el poder económico tiene sobre los gestores políticos, tan viejo como el mundo, y que aumenta en la medida en que la riqueza se concentra en pocas manos.
Augusto Klappenbach, La desigualdad y la teoría del derrame, Público, 12/04/2014