La sacralización de una causa cualquiera –la revolución proletaria, la apoteosis de una nación, el culto al crecimiento o el independentismo– suele implicar la desacralización de todas las demás, como en nuestro país viene ocurriendo con la sanidad, la educación, la pobreza o la exclusión, alevosamente postergadas por unas autoridades obcecadas por tapar sus vergüenzas y las ajenas. Una vez sacralizada, la causa de marras es separada de los asuntos vulgares que integran el ámbito profano. Y convertida, al cabo, en dogma de fe que devalúa las demás urgencias y proyectos, indiscutible pre-juicio que –bien que ilusoriamente– funda un mundo-dado-por-garantizado inmune a la crítica, y un orden de prioridades inatacable.
Semejante consagración ejerce abrumadores efectos sobre las mentalidades y las prácticas colectivas, ya que extiende la incuestionada creencia de que La Causa es por sí misma capaz de resolver los mayores retos que una sociedad enfrenta. Así ocurrió con el “hombre nuevo” bolchevique o con el “destino manifiesto” yanqui. Y ocurre ahora con la exaltación de los mercados “racionales y libres”, o de la “independencia” de una sociedad heterogénea autoinvestida primero como “pueblo” y acto seguido como “nación soberana”. Es así como se escamotea la pluralidad y se imponen praxis y discursos de control: sea al modo del totalitarismo clásico, como sucedió con las tiranías del siglo XX; sea al del seductor “totalismo” al que propenden los regímenes postmodernos, cuya hegemonía se basa en la mixtificación de la realidad y en la guía sutil de las mentes. Al enturbiar la conciencia de esa diversidad, La Causa propicia un maniqueísmo cuyo más visible fruto es la división de la colectividad en dos bandos, “ellos” y “nosotros”, y la conversión de los primeros en adversarios e incluso enemigos. Este fenómeno constituye la médula de las demagogias populistas, por lo común ornadas con masificadas efusiones de unánime fe, y revela cuán coimplicados se hallan lo religioso y lo político, así como la amenaza que todo absolutismo ejerce sobre la convivencia.
La anterior reflexión esclarece varios estragos que afligen al país, sin cesar enturbiados por la algarabía imperante. Tal es el caso del Rey, por ejemplo, desde el final del Franquismo devenido prejuicio sagrado de la Segunda Restauración borbónica hasta que diversos yerros y felonías han arruinado su aura. Y también, entre otros asuntos, del derecho a decidir y el independentismo, que pasa por ser la única utopía factible para una sociedad desnortada, cuyos poderes públicos y privados han hecho de los sectores más vulnerables paganos exclusivos del desfalco en curso. Por más que existan legítimas razones para apoyar tal derecho, de acuerdo con el radicalismo democrático que defendemos, nos parece objetable –y grave, por la ceguera que comporta– que tan deseable prerrogativa haya adquirido la condición sacralizada, exclusiva y “totalista” que acabamos de glosar. Porque no son las élites del dinero las que lo vindican, ni tampoco las machacadas clases subalternas, sino un aglomerado mesocrático que lo ha erigido en tótem y mantra inapelable, por lo visto convencido de integrar una comunidad homogénea llamada a consumar la “independencia” y “la libertad” –ese fulgente horizonte–, y no una sociedad heterogénea aherrojada por la interdependencia que la globalización promueve.
Embriagado por tan sacra y adánica misión –y en apariencia fundido en circular sardana– el presunto “pueblo” soberano de su “nación” comete tres olvidos importantes, al menos. Primero, que no existen pueblos, ni naciones, ni identidades dadas de antemano, sino países tejidos por tradiciones distintas y a menudo contradictorias, cuyos miembros profesan identificaciones mudables y mezcladas. Después que tales países conforman hoy en día “sociedades abiertas” cuyos ciudadanos van siendo degradados en súbditos por un poder cada vez más impune y sofisticado, hiperdependientes de decisiones siempre ajenas y maniatados por muchas e inadvertidas mordazas. Y por último, que el inmaculado “derecho a decidir” actúa como un espejismo si solo se aplica a la expedición de pasaportes, en vez de ser reclamado como una prerrogativa democrática radical, indispensable para que la ciudadanía decida acerca de los urgentes desafíos que arrostra.
Sumada a la depresión económica, la quiebra del sistema institucional ha llevado al país a un punto límite, que exige decisiones trascendentes tanto a las élites como al conjunto de la ciudadanía, y una altura de miras que el estamento político defrauda. El derecho a decidir debe ejercerse, desde luego, aunque extendiéndolo a frentes mucho más decisivos que las fronteras. Porque lo que está en juego es la organización económica y política de Cataluña, España y Europa; y la escandalosa corrupción y desigualdad; y la cínica corrupción del discurso público; y la poda del Estado del Bienestar y de la propia democracia. Todos esos desafíos deben ser sometidos a colectiva deliberación y decisión, en un proceso de regeneración democrática impulsado por una sociedad civil consciente de su íntima diversidad, y de la gravedad de esta encrucijada. Y dispuesta a ejercer los derechos y deberes que conlleva el decidir: una autodeterminación económica, política y social, y no solo patriótica.
Lluís Duch i Albert Chillón,
Los derechos a decidir, Areté, 26/11/2013 Artículo publicado el 22 de noviembre de 2013 en La Vanguardia