En el primer libro de su célebre tetralogía, Carlos Castaneda narra su encuentro con Don Juan, un viejo chamán del norte de México que, durante cuatro libros apasionantes, le enseña a vivir como un brujo yaqui. Carlos Castaneda es antropólogo y sus libros se debaten entre la ciencia y la ficción literaria o, como bien apuntó Octavio Paz en el prólogo de Las enseñanzas de don Juan: “Su tema es la derrota de la antropología y la victoria de la magia”.
En su primer encuentro Don Juan le pide al narrador que busque su sitio, el punto en el que se sienta mejor física y mentalmente, dentro de un habitáculo de ocho metros cuadrados. Desde ese punto, le explica el chamán, podrá abordar cualquier reflexión o actividad con mayor energía. Castaneda, dispuesto a dejarse adiestrar por el viejo, que después de la escueta explicación lo ha dejado solo, comienza a desplazarse de un lado a otro del cuarto, se recarga en una pared, luego se recuesta en el suelo y al cabo de un rato comienza a rodar de un lado a otro hasta que percibe algo, cierto bienestar, y para no extraviar la coordenada pone ahí su chaqueta. Más adelante experimenta otra oleada de bienestar, en otro sitio, que señala con uno de sus zapatos. El antropólogo pasa toda la noche rodando de un lado a otro del cuarto hasta que, súbitamente, encuentra su sitio y arrastrado por la oleada de bienestar definitiva se queda dormido.
Durante esos cuatro libros Castaneda, con una tolerancia y una paciencia de dimensiones orientales, se deja aleccionar por el viejo chamán; además del triunfo de la magia que observaba Paz, esta historia es un monumento a la sabiduría de los viejos, y a la importancia que esta tiene en la vida de los más jóvenes.
Hace unos días, al entrar en una Apple store en Barcelona, contemplé una escena que era la antítesis de ese monumento a la sabiduría de los viejos: en un improvisado salón, que se extendía entre las mesas que exhibían ordenadores y tabletas, dos docenas de viejos atendían las perlas informáticas que soltaba, con gran desparpajo, un joven que debía tener la misma edad que los nietos de los viejos que lo escuchaban, que intentaban aprender los rudimentos de los ordenadores, cosas simples como enviar mails o husmear en Google o apuntarse a una red social. Hasta hace muy poco era el joven el que tenía que esforzarse para estar a la altura de la sabiduría del viejo, y hoy ocurre precisamente lo contrario, los viejos tienen que esforzarse para estar a la altura de los jóvenes, se acercan con un temor reverencial, casi religioso, a ordenadores y tabletas mientras que los más jóvenes, incluso los niños, bucean con gran destreza y mucho descaro en las profundidades de la Red. Estamos pues ante un clásico salto generacional, pero este es de proporciones insondables y de una magnitud todavía desconocida.
De manera casi insensible, el mundo se ha reorientado y hoy la sabiduría de los viejos, ese referente del que se había echado mano desde el principio de los tiempos, ha sido sustituida por Google, la herramienta con la que puede accederse a toda la información. ¿En qué momento cambió todo de manera tan radical? El sabio de la tribu ha sido reemplazado por el joven técnico que conoce las claves para acceder a la información, para transmitirla, multiplicarla y manipularla; el viejo sabio habla desde su experiencia, desde su memoria que ha cultivado durante muchas décadas, mientras que al joven técnico le basta con tener wifi al alcance para conectarse a Internet.
Hoy manda quien tiene más información y la gente de cierta edad se ha quedado al margen, el periódico de papel, el correo de sobre y sello y el telediario de las nueve se han hecho súbitamente viejos, la información corre por otros cauces, precisamente por esos aparatos que ellos no saben manejar.
Hay una simetría entre el relevo continuo de las apps y los productos que circulan por Internet y el canon que en este milenio ha impuesto la juventud; lo de hoy es lo rabiosamente nuevo, cada tantos meses Yahoo! y Gmail, Twitter y el Weather Channel cambian completamente su aspecto e introducen novedades en su sistema operativo, que no persiguen tanto mejorar como parecer nuevos y frescos, porque de lo viejo hay que correr, incluso los que se van acercando a la vejez tratan de huir de esta prodigándose todo tipo de dietas y ejercicios que mantengan a raya la catástrofe de convertirse en un viejo, es decir, en un elemento al margen del sistema que privilegia a la juventud y que mira cada vez con más inquina aquello que atenta contra ella: la vida sedentaria, fumar, beber alcohol o cafeína; nuestra era es la de la criminalización de quien vive fuera del control sistemático del médico, de quien no se hace puntualmente su colonoscopia, de quien no cuida escrupulosamente su salud.
En París, esa ciudad que está un poco más hacia el futuro que Madrid y Barcelona, observé hace unos días, con asombro, en dos ocasiones distintas, que las personas con las que comía pedían al camarero un vrai café, un café verdadero, con cafeína, y esto me hizo pensar que la batalla está perdida, que hoy el café de referencia es el descafeinado, el inocuo, el que no atenta contra la salud y nos mantiene jóvenes más tiempo.
La gran paradoja de esta época en la que manda la juventud es que las personas viven cada vez más años, es decir, son viejos durante mucho más tiempo que sus antepasados pero, a diferencia de aquellos, ya no son los sabios que reconoce la tribu, sino un esforzado grupo que trata de estar a la altura de ese canon que marca la juventud.
Hasta hace muy poco era el presidente de Estados Unidos quien podía poner patas arriba el planeta entero, hoy puede ponerlo todo patas arriba, incluido el Gobierno de Estados Unidos, un joven técnico como Edward Snowden, sin más currículum que su valentía y su habilidad para husmear en archivos electrónicos y difundir información altamente comprometedora. Los técnicos como Snowden tienen hoy la llave para desencadenar una crisis mundial, y han llegado hasta ahí de manera súbita, han brincado, en el mejor de los casos, del pupitre de la universidad a la acción internacional sin ningún miramiento; tienen el know how, saben cómo hacerlo, son los dueños de la información que puede trastocar el equilibrio mundial y va cada uno a su aire, sin el consenso de nadie, trabajan solos en su habitación siguiendo las palpitaciones de su propia conciencia.
Cargamos toda nuestra información personal en el teléfono móvil que llevamos en el bolsillo, ahí va la agenda, los mails, el registro escrupuloso de nuestras relaciones y nuestra correspondencia, hemos puesto todos los huevos en una sola cesta, y lo mismo se ha hecho a nivel colectivo, todo se controla desde un ordenador y se articula a través de un sistema que puede ser vulnerado y manipulado por un joven de Adidas y sudadera con capucha, que se ha convertido, de manera inopinada, en el nuevo líder de la tribu.
El espionaje de Estado es desde luego una vergüenza, pero que un joven técnico solitario, sin preguntarnos nuestra opinión, disponga de esa información sensible que puede ponerlo todo patas arriba, tiene también un punto oscuro. El vacío que han dejado los políticos de Occidente, cada vez más distraídos por los intereses del Capital, está siendo ocupado por los jóvenes técnicos; se trata de un asunto de equilibrio, hace falta el contrapeso de los viejos sabios de la tribu, un Don Juan que le enseñe a Snowden de qué forma encontrar su sitio.
Jordi Soler, El nuevo líder de la tribu, El País, 10/11/2013