Camus by Raúl Arias |
La rebeldía da cuenta del absurdo de la existencia, de la incoherencia entre la irracionalidad del mundo y el deseo humano de claridad. El rebelde va en busca de una unidad que resuelva el caos, pero lo singular en él es que permanece en la búsqueda, porque la rebeldía solo es un punto de partida, no el final de la historia: “Aceptar la absurdidad de todo lo que nos rodea es un primer paso, una experiencia necesaria, que no debe convertirse en un callejón sin salida”. En las revoluciones planificadas, por el contrario, la búsqueda de la unidad sucumbe al afán de totalidad. La Revolución Francesa exigía la unidad de la patria. El marxismo buscaba la reconciliación de lo racional y lo irracional, de la esencia y la existencia, de la libertad y la necesidad. Los fascismos quisieron salvar la pureza de la raza. Pero, advierte Camus, “no hay unidad que no suponga una mutilización”: la mutilación de la individualidad y de la libertad. La libertad está en el origen de todas las revoluciones, porque es un elemento imprescindible de la justicia, hasta que llega un momento en que ese ideal de justicia, que la revolución percibe con sorprendente nitidez y sin sombra de duda, exige la supresión de las libertades. Cuando la meta está clara, la fuerza de la ley se banaliza y desaparece. Como se relativiza el sufrimiento de los que son sacrificados en el camino hacia el advenimiento de la sociedad perfecta. Una licencia peligrosa, dado que “hacer callar al derecho hasta que sea establecida la justicia es hacerlo callar para siempre, pues no habrá ocasión de hablar si la justicia reina para siempre”. Allí donde se pretende que reine la justicia absoluta, el mundo enmudece, pues “la justicia absoluta niega la libertad”.
La rebeldía da cuenta del absurdo de la existencia, de la incoherencia entre la irracionalidad del mundo y el deseo humano de claridad, pero es solo un punto de partida, no el final de la historiaCamus peleó toda su vida por mantener ese principio. Para explicarlo, le dio la vuelta a la teoría según la cual lo importante son los fines últimos que guían la acción, mientras los medios son meros instrumentos para un final que lo bendice todo. Es al revés: “un fin que necesita medios injustos no es un fin justo”. Son los medios los que prefiguran el fin, nos dicen cómo hay que entenderlo y pueden legitimarlo. Cuando las libertades han sido anuladas, ya no regresan. Jamás se hará realidad la fórmula del comunismo según la cual “hay que eliminar toda libertad para conquistar el Imperio y el Imperio un día será la libertad”.
En más de una ocasión, Camus rechazó la etiqueta de existencialista. No era partidario de ir descubriendo esencias, pues estas solo se reconocen en la existencia. Tampoco renegaba de una supuesta naturaleza humana que uniera a todos los hombres, pero estaba lejos de pensar que alguien pudiera encerrarla en una definición esencial. Es el encuentro con hombres y mujeres de carne y hueso, el encuentro con condiciones de sufrimiento y de injusticia, lo que nos acerca al significado de esas palabras inmensas cuya grandeza, sin embargo, siempre será una “grandeza relativa”. Pero si las esencias no son nada, tampoco cree Camus que seamos solo existencia. Su rechazo radical del historicismo y de la fe en una Historia que es fuente de valor deriva de dicha convicción. Los valores por los que juzgamos la Historia siempre están fuera de ella. Precisamente la rebeldía consiste en “el rechazo a ser tratado como cosa y reducido a la mera Historia”. Más allá de lo que la Historia pueda hacer con el ser humano, este aspira a ser algo más, no reductible ni previsto por la Historia.
Si Camus llegó a diseñar una ética, esta tuvo como criterio la mesura. Señaló que no puede haber una moral sin realismo, pues la virtud pura es inhumana. De ahí que la norma de lo humano tenga que ser la mesura, no la desmesura a la que la desesperación arroja a los revolucionarios: una “desmesura inhumana”. Si las revoluciones fueran realistas no desdeñarían la belleza y la creatividad de algo tan contingente y creativo como el arte, pues “los grandes reformadores tratan de construir en la Historia lo que Shakespeare, Cervantes, Molière, Tolstói supieron crear: un mundo siempre presto a saciar el hambre de libertad y de dignidad que está en el corazón de cada hombre”. Puesto que no hay universalidad, puesto que todo es contingencia, desconfiemos de quienes pretenden tener razón y hablar en nombre de la verdad.
El capítulo último de L’homme révolté está dedicado a la revolución y el arte con el objeto de poner en cuestión la crítica revolucionaria que sistemáticamente “condena la novela pura como la evasión de una imaginación ociosa”. ¿De qué nos aliena la novela si los personajes literarios suelen parecer más reales que los hombres de carne y hueso? “¿Cuál es el misterio para que Adolphe nos parezca más familiar que Benjamin Constant, o el Conde Mosca que nuestros moralistas profesionales?” Para encarar adecuadamente la rebeldía hay que preferir, con Nietzsche, al creador, frente al juez o el represor. No, es equivocado pensar que la belleza se contrapone a la denuncia de las injusticias. Así acaba su análisis de la actitud rebelde: “Manteniendo la belleza, preparamos ese día de renacimiento en el que la civilización pondrá en el centro de su reflexión, lejos de las virtudes formales y de los valores degradados de la Historia, esta virtud viva que funda la común dignidad del mundo y del hombre y que tenemos que definir ahora frente a un mundo que la insulta”. A esa tarea y desde esa convicción se aplicó Camus toda su vida.
Victoria Camps, Contra los absolutos, Mercurio 154, octubre 2013