by Costa Dvorezky |
La experiencia de nuestra fragilidad nos es tan habitual, tan cotidiana, que resulta difícil no encontrarla sustancial. Y hasta tal extremo que queda por ver si no somos radicalmente inconsistentes, y si ello no pertenece a nuestra condición, lo que no ha de ser una coartada para rendirnos al estado de cosas. Ahora bien, la fragilidad no es lo mismo que la debilidad. Se requiere firmeza para asumirlo y en eso radicaría quizá la mayor de las consistencias. Y nada de eso excluye el que precisemos compañía y ayuda.
Otra cosa es la fatuidad, la de lo deshilvanado, la de la presunción de lo infundado, no la de la asunción de que hemos de desenvolvernos en el terreno de lo discutible y de coexistir con lo infundamentado. No siempre ni todo está bajo control, ni tampoco en nuestra propia vida. Ni lo esperamos. De una u otra forma insistimos en lo reparador, en el descanso, en el alivio, en el suspiro, que airean nuestra existencia. Lo precisamos. Tratamos de suturar, de enlazar, de vertebrar, de unir, de tejer, para ofrecernos ámbitos, espacios y territorios con alguna consistencia. Pero una y otra vez se revelan efímeros, coyunturales, ocasionales, lo que no les resta importancia, ni siquiera un cierto carácter decisivo. En todo caso, ampararse en que algo no es definitivo para mostrar indiferencia equivale a reconocer prácticamente que nada habría de ser considerado.
Sin embargo, cuando los clásicos greco-latinos nos conminan a vivir cada momento como si fuera el último dan una enorme consistencia a lo inconsistente, haciendo de ello la base de la plenitud de cualquier posible solidez y cohesión. Una y otra vez se trama y anuda la existencia, y esa actividad poética, creadora, de coser y descoser, va configurando nuestro vivir, sostenido en un plano de superficie suturado y con no poca indefensión. La audacia de desenvolverse en ese lugar que hacemos nuestro mundo exige una atención permanente.
Hay quienes nos ofrecen espacios de relación, verdaderos relatos que propician terrenos para desenvolvernos con algunas certezas y no pocas incertidumbres. El afán y la necesidad de seguridad han requerido lugares de aparente residencia donde con alguna claridad y distinción, algo cartesianas, poder velar de modo razonable por la salud individual y social. Semejante ficción y fabulación no finge trenzar, sino que son modos sensatos de coser y, más aún, formas de la verdad. Ahí nos aposentamos. Sin embargo, bien sabemos que no dejan de ser una intemperie cosida, de retales, percibida de modo acorde como balsa para naufragios, sin dejar de ser una epidermis sometida a las inclemencias del tiempo, a vientos y lluvias incesantes.
Pero no solo somos inconsistentes por esa necesidad prácticamente constitutiva. Lo somos más si la falta de coherencia y de argumentacióndeshilvana y deshilacha el tejido. Anudado por grandes operaciones y sostenido por enormes desafíos y propósitos, no siempre la urdimbre soporta la trama y no deja de abrirse alguna brecha, alguna herida, ni de avistarse algún precipicio.
No es fácil entretejer lo que nos ocurre con los lazos de un discurso coherente. Ni siquiera muchas veces nos llegamos a comprender bien. Parecemos vernos envueltos en una miríada de hechos, más o menos decisivos, que se diría que nos suceden como cae una lluvia fina o arrecia un temporal. Los empeños por dominar nuestra propia existencia se tropiezan en ocasiones con imposibilidades o incapacidades que nos desalientan. Nos pasa nuestro propio vivir. Cuando eso ocurre, irrumpen los expertos en tejer medidas supuestamente de salvamento que pueden llegar a constituir telas apresadoras, dejándonos finalmente de una u otra manera en alta mar.
Las ofertas de supuesta consistencia que se proclaman en pleno desconcierto, al tener que habérnoslas con lo que acontece, pueden acabar presentándose como un recurso fácil de supuesta solución, un hilo de salvación al que aferrarse. Es el momento de los brindis y de las promesas, de los visionarios y de los videntes, de quienes parecen conocer perfectamente lo que nos conviene, sin necesitar ponerse en contacto con nuestras efectivas necesidades, ni por supuesto con nosotros. Pero asimismo es el tiempo de discernir, de distinguir, de sobrellevar las inconsistencias, tratando de afrontarlas, sin dejarse seducir por las rápidas salidas y soluciones de quienes aparentan una firmeza y una determinación que se sostienen simplemente en su voluntad o en su deseo.
En tales circunstancias, la mayor consistencia, además del coraje personal, es la que nos entrelaza mutuamente en una búsqueda colectiva, cada quien desde su libertad y su posición, desde su singularidad y determinación, entre otras razones para precavernos de quienes aisladamente pretenden encauzar no solo sus pasos, sino los de todos. Eso no impide, antes bien reclama, que no cese la tarea de enlazar esfuerzos y voluntades, y también razones, para buscar conjuntamente cómo afrontar nuestra fragilidad con la consistencia de proyectos comunes. Pero no lo serán si tratan de eludir nuestra propia inconsistencia olvidando a su vez la suya. Que sean compartidos no les restará ni sentido, ni alcance, sino que les otorgará viabilidad. Y vitalidad.
Ángel Gabilondo, Nuestra frágil consistencia, El salto del Ángel, 29/10/2013