by Wearbeard |
Matt había sido adoptado cuando tenía dos años. Su padre me contó lo que sabía de su vida anterior: poco después de nacer, Matt y su madre, de 17 años, abandonaron la casa de sus abuelos. Estuvieron viviendo primero en un refugio para indigentes y luego fueron vagando de un sitio a otro. Su madre biológica era drogadicta y apenas podía cuidar de él. Malnutrido y enfermo, Matt fue recogido por los servicios sociales cuando tenía un año y estuvo en varias casas de acogida antes de ser adoptado por el señor N. y su esposa. Desde el principio se mostró como un niño difícil e incontrolable, razón por la cual sus padres decidieron no volver a adoptar.
Al cabo de unos días, Matt vino a mi consulta. Se dejó caer en una silla frente a mí y comenzó a hablar con bastante franqueza sobre algunos de los problemas a los que se enfrentaba. Me habló de dos hombres, hermanos, que vivían en su vecindario y que iban tras él; eran peligrosos y habían apuñalado a alguien que él conocía. La situación de Matt era alarmante, pero, a medida que hablaba, yo no me sentía especialmente alarmado. Su relato resultaba muy coherente, y su discurso era claro y enérgico. Pero me costaba implicarme en su historia. Me distraía fácilmente con el ruido de los coches que pasaban por delante de la consulta, y me sorprendía pensando en algunos recados que quería hacer durante la hora del almuerzo. De hecho, cada intento que hacía por centrarme en la historia de Matt, por tomar nota de sus palabras, era como subir una montaña sin fin en un sueño.
Esa desconexión entre lo que una persona dice y lo que te hace sentir no es infrecuente: piensen si no en ese amigo que te llama cuando estás deprimido y trata de animarte y de servirte de apoyo, pero que hace que acabes sintiéndote peor. El espacio que había entre las palabras de Matt y los sentimientos que me provocaban era enorme. Estaba describiendo una vida aterradora, pero yo no sentía ningún miedo por él. Me sentía extrañamente desconectado.
En un intento por comprender mi indiferencia hacia Matt y su situación, imaginé una serie de escenas de sus primeros meses de vida. Vi a un bebé llorando –“Tengo hambre, dame de comer; estoy mojado, cámbiame; tengo miedo, abrázame”– y siendo ignorado por su irresponsable madre. Se me ocurrió que una consecuencia de aquellas primeras experiencias de Matt podía ser su incapacidad para hacer que alguien se preocupara por él, ya que no pudo aprenderlo de su madre. Era como si no hubiera adquirido nunca esa destreza que todos necesitamos: la habilidad para hacer que otra persona se preocupe por nosotros.
¿Y qué sentía Matt? También parecía bastante indiferente respecto a su propia situación. Cuando le pregunté cómo se sentía al haber sido arrestado por la policía, respondió: “Estoy bien. ¿Por qué?”. Lo intenté otra vez. “No pareces muy angustiado por lo que te pasó”, dije. “Podrían haberte disparado”. Se encogió de hombros.
Empecé a comprender que Matt no registraba sus propias emociones. En el curso de nuestras dos horas de conversación, pareció o bien recoger y emplear mis descripciones de sus sentimientos, o bien inferir sus emociones del comportamiento de otros. Por ejemplo, me dijo que no sabía por qué había apuntado con la pistola al policía. Yo sugerí que a lo mejor estaba enfadado. “Sí, estaba enfadado”, replicó Matt. “¿Qué sentías cuando estabas enfadado?”, le pregunté. “El policía, ya sabe… Todos estaban muy enfadados conmigo. Mis padres estaban muy enfadados conmigo. Todo el mundo estaba muy enfadado conmigo”, me dijo. “Pero ¿tú qué sentías?”, pregunté. “Todos me gritaban mucho”, respondió.
Normalmente, lo que impulsa a un paciente a acudir a la consulta es la presión de su sufrimiento inmediato. En este caso había sido el padre de Matt, no Matt, quien había llamado para pedir cita. Desde muy pequeño, Matt había aprendido a entumecer sus sentimientos y a desconfiar de quien le ofreciera ayuda. Nuestro encuentro no fue distinto. Matt no sentía el suficiente dolor emocional como para superar su escepticismo y aceptar mi ofrecimiento de vernos otra vez.
En 1946, cuando trabajaba en una leprosería, el doctor Paul Brand descubrió que las deformidades de la lepra no eran una parte intrínseca de la enfermedad, sino más bien una consecuencia de la devastación progresiva causada por la infección y las heridas, que se producían porque el paciente era incapaz de sentir dolor. En 1972 escribió: “Si pudiera concederle un don a la gente que tiene lepra, sería el don del dolor”. Matt sufría una especie de lepra psicológica; incapaz de sentir su dolor emocional, estaba en peligro permanente, quizá fatal, de dañarse a sí mismo.
En cuanto Matt salió de mi despacho, y antes de ponerme a tomar notas, hice lo que hago a veces después de una de esas sesiones difíciles que me dejan un poco afectado. Fui a la esquina a comprar un café y regresé a mi despacho para tomármelo mientras me despejaba leyendo cualquier cosa en Internet. La verdad del asunto es esta: hay un poco de Matt en cada uno de nosotros. En un momento u otro, todos tratamos de silenciar las emociones dolorosas. Pero cuando conseguimos no sentir nada, perdemos el único medio que tenemos de averiguar qué nos hiere y por qué
Stephen Grosz, El don del dolor, El Pâís semanal, 27/10/2013