Llegan las cifras del paro y, un mes porque ha bajado en unos pocos centenares de personas y otro porque ha subido en unas veinticinco mil, pero menos que en el mismo mes del año anterior, el PP nos obsequia con un obsceno triunfalismo: ha empezado la recuperación. Mariano Rajoy incluso se permite alardear en Japón de un gran ajuste de “los costes salariales unitarios”, es decir, de haber hundido los salarios. Sin embargo, las magnitudes del problema no cambian, y no hay ninguna señal de disminución significativa de los seis millones de parados que tiene este país.
Con las expectativas de crecimiento de la economía a corto y medio plazo es imposible la creación de empleo que necesita España. El desempleo juvenil triplica el de los adultos y este no es un problema solo español, ocurre prácticamente en toda Europa. Todas las empresas, incluso aquellas que funcionan y tienen buenos resultados, principalmente las que se dedican a la exportación, disminuyen el número de empleados, años tras año. La competitividad, horizonte ideológico de nuestro tiempo, que es la que tiene que garantizar el progreso de la economía, se funda precisamente en el desempleo y en la caída de los salarios, que evidentemente son dos magnitudes que van juntas. Las nuevas tecnologías permiten ganar competitividad a costa del trabajo, y en muchos casos en perjuicio de las personas más cualificadas, lo cual es descorazonador para los jóvenes bien formados. España vuelve a ser un país de emigración: las remesas que vienen de fuera para dentro ya superan a las que se van de dentro para fuera, signo inequívoco de un país a la baja que no es capaz de dar trabajo a sus ciudadanos.
Con estas coordenadas, sería razonable esperar que la vida parlamentaria girara en torno a esta cuestión: ¿cómo garantizar una vida decente a los ciudadanos en un contexto de caída estructural del trabajo? Un debate ciertamente no solo español, sino europeo, que brilla por su ausencia. ¿Cómo quiere adaptarse Europa a la economía globalizada? Y ¿qué papel pueden hacer los Estados para que la fractura laboral no destruya las libertades y la vida en común? En vez de ello, se acude a una reforma laboral para facilitar el desempleo, que manda más gente al paro y que abre como correlato ineludible la proliferación de los
mini-jobs. Y se nos entretiene con música celestial: el discurso de los emprendedores y del valor añadido. El trabajo es, en nuestro sistema, lo que debe dar medios de vida, realización y reconocimiento a los ciudadanos.
La pregunta es muy simple: ¿es sostenible sin derivas autoritarias un sistema que no garantiza el trabajo a sus ciudadanos y que ni siquiera asegura al que tiene empleo las condiciones mínimas para una vida decente? Ante esta realidad, sobra cualquier forma de triunfalismo y falta un debate político y social de verdad. ¿Adónde queremos ir? ¿A la sociedad del paro y los
minijobs? El fatalismo, el determinismo del que repite una y otra vez que no hay alternativa, que no se puede actuar de otra manera, solo puede ser mala fe o impotencia.
Josep Ramoneda,
Sin trabajo, El País, 06/10/2013