Giacomo Leopardi |
Leopardi repasa unas cuantas pasiones muy conocidas, pero se centra en tres: el amor propio, la esperanza y la compasión, aunque ya con relación a la primera de ellas se nota la primera anomalía, porque lo que para los antiguos era una virtud —aprender a ocuparse de uno mismo como paso previo a saber ocuparse de los demás— en Leopardi se reconoce poco más que un sentimiento, lo cual coloca el amor propio en términos próximos al narcisismo freudiano. Lo mismo sucede con la esperanza como extensión de la voluntad de autoconservación; y la compasión, mero reconocer el dolor del otro “en carne propia”, que son examinadas solo desde una perspectiva sentimental. Y lo mismo con los antónimos de esas tres pasiones leopardianas mayores: el egoísmo, el temor y la indiferencia. Nuestra ética utilitaria no nos enseña a rechazarlas sino a instrumentarlas para beneficio propio. Los innumerables coaches de los manuales de autoayuda enseñan a fortalecer nuestra autoestima, a no alimentar las esperanzas y a no sentir miedo, y a confiar en nuestras propias fuerzas, que la sociedad de la autonomía individual garantiza por la difusión mediática de costumbres libérrimas y por leyes concebidas a la medida de todos los intereses; y dejan que la compasión y la indiferencia se administren convenientemente en una empresa o en una ONG.
Como Leopardi piensa desde su condición —“el hombre perfectamente moderno”— ¿por qué no imitarlo y leerlo desde el tiempo y el lugar propios, que también son “perfectamente modernos”? Así, nuestra actual idea de las pasiones no nos remitirá a Séneca o a Marco Aurelio sino al mundo desalmado y cada vez menos apasionado en que vivimos, que admira al psicópata liberado de los sentimientos (Hannibal Lecter), reverencia una máquina de matar (Terminator), hace apología de la mujer pantera (Sex and the City) o la ambición sin escrúpulos (el personaje de Kevin Spacey en la serie The House of Cards) y se solaza con la exquisita crueldad de los narcos. Nuestra cultura de masas da una medida de nuestro progresivo desapasionamiento y de la enorme distancia que nos separa de Leopardi. ¿Esperanza? ¿Tiene algún sentido esta palabra para los centenares de miles de desahuciados? ¿Compasión? ¿Puede hablarse de ella como una virtud moderna en la época en que casi a diario asistimos a las “gestas” del terrorismo islámico y a los “asesinatos selectivos” inventados por los israelíes? En nuestro mundo las pasiones leopardianas parecen cuando menos anacrónicas o, si se me permite, inconsistentes.
El texto de Leopardi ha envejecido. Nada dice acerca de la soledad en las grandes urbes, ni sobre la angustia o sobre el tedio, y de tantas otras pasiones que los individuos de hoy mitigan con las drogas y de las que seguramente se emanciparán con la ayuda de unas pocas moléculas milagrosas dentro de unos años. No hay una sola observación relevante acerca de la sexualidad quizá porque Leopardi no conoció a Sade, ni a Baudelaire ni a Nietzsche. (Que no leyera a Houellebecq es lo de menos, pero también serviría para medir su inactualidad). A veces, sorprende con un comentario inesperado, como cuando escribe —con razón— que “el camino de la literatura conduce a la ruina del cuerpo”, pero, lamentablemente, no es suficiente.
Enrique Lynch, Viejas pasiones, Babelia. El País, 06/07/2013