
Es cierto que hay un denominador común: todas las entrevistadas proceden de familias en las cuales el padre está ausente o ha quedado anulado como figura de autoridad, dos de ellas han pasado parte de su infancia en centros de acogida y otra vive con una madre obsesionada por el famoseo, los castings y los concursos infantiles de belleza. Y se puede suponer que las otras 13 serán acordes con esta “muestra” o que, en todo caso, habrán sido absorbidas por la capacidad de liderazgo de la jefa del grupo. Su hazaña tiene algo de utopía: amparadas en el poder de la fratría que domina siempre en la adolescencia, su proyecto es fundar, en una caravana abandonada, una “microsociedad” basada en la solidaridad orgánica entre madres que crían juntas a sus hijos, para no repetir el desastroso modelo de familia del que proceden; no solamente contradicen con ello a la sociedad de adultos, que les ha convencido de que un embarazo adolescente arruinaría su vida para siempre, sino que también financian sus actividades con medios “antisociales”: comercian con marihuana o con su propio cuerpo (practicando el exhibicionismo a cambio de dinero). Como una de ellas confiesa abiertamente, quieren darle a sus existencias el sentido que les falta. Pero han elegido para ello un camino contraindicado para las utopías, pues si hay algo que obliga a poner los pies en la tierra (en el topos real, no en el imaginario) es precisamente tener un hijo. Así pues, según van progresando los embarazos los vínculos entre iguales se van disolviendo y cada una va tomando la responsabilidad individual que supone criar a un niño propio hasta que, como si fuera una novela (¿acaso no lo es?), la dirigente del grupo muere antes de llegar a dar a luz. Se diría que han tenido un sueño: el de fundar una verdadera comunidad trabada con los estrechos lazos de afecto y cooperación mutua de los que han carecido, y que la “sociedad” ha acabado por mostrarles dramáticamente la imposibilidad de ese tipo de comunidad, porque acaso la propia sociedad en la que viven se apoya precisamente en esa imposibilidad, en la proscripción de ese tipo de comunidad.
Y aquí podríamos, por tanto, abrir el turno para los lamentos por la crisis de la familia y por lo que ya Freud llamaba en su tiempo “la decadencia del Padre”, un maleficio que nosotros, como el citado policía mexicano de ficción, solemos considerar característico de las culturas “nórdicas” o “anglosajonas” y que, sin embargo, habríamos sabido exorcizar en los países del Sur o del “mediterraneo”. Pero podríamos repetirnos la pregunta del profiler: ¿hemos investigado lo suficiente? Vivimos en tiempos en los que se hace más intensa que nunca la nostalgia de la comunidad perdida, en los que se multiplican las apelaciones a “lo común” que el individualismo suicida y rampante no dejaría de poner en peligro, empezando por los recursos energéticos del planeta. Pero no sólo cometemos al hacerlo la ingenuidad de olvidar los aspectos infernales y persecutorios de esas sólidas comunidades cerradas y solidarias (que hoy nosotros seríamos difícilmente capaces de soportar), sino que igualmente pasamos por alto que, mientras nos sumimos en esa nostalgia desde nuestros cómodos habitáculos individualistas, dejamos crecer en la periferia del mundo y de las ciudades unas “comunidades” tan abandonadas, desesperadas, utópicas y asociales como la formada por estas 17 chicas en su roulotte herrumbrosa situada en ninguna parte. Y no será la familia (aunque a lo peor sí la famiglia) quien rescate a esas criaturas desahuciadas de su sueño imposible y mortífero, porque para ese rescate se necesitan unas alforjas (económicas, sanitarias, jurídicas, educativas y hasta militares) que la simple “solidaridad comunitaria” es incapaz de suministrar, por mucha que sea su buena fe. Unas alforjas que se van quedando poco a poco vacías.
Pocas cosas son más crueles que el obligar a alguien a venir al mundo y a crecer en él sin esos vínculos de afecto y protección que nos proporciona nuestra comunidad de origen. Y pocas cosas son más infames que privar a los niños de la oportunidad de hacerse mayores y, como habría dicho Kafka, de salir de casa a ese espacio libre donde ya no hay padres ni familia, el mundo lleno de hombres que no son de los nuestros y de cosas que no nos son familiares, cada vez más escaso y precario. Definitivamente, creo que no hemos investigado lo suficiente.
José Luis Pardo, ¿Hemos investigado lo suficiente?, Babelia. El País, 01/06/2013