
Una herencia intangible de la llamada burbuja es que seguimos siendo incapaces de abordar nuestros problemas sin abjurar de esa preeminencia del “lo que funcione económicamente”, y de la visión inherente de que la sociedad no es más que una trama de intereses particulares que hay que encajar. Ante ese pragmatismo inexpugnable que se extienden en tópicos hasta el infinito, cabe citar lo que Kant escribió, años antes del surgimiento de las ideologías: “Como quiera que el interés propio es universal, hay hombres juiciosos a los que se les ha ocurrido que la búsqueda del propio interés es la única ley común natural posible. Sin embargo, nada puede resultar más extravagante; pues convertir la suma de los intereses individuales en ley de una sociedad solo puede conducir a antagonismos y al exterminio de la sociedad; esto es, el principio del interés propio se trata de lo más opuesto a lo que podamos desear que se haga ley moral, pues destruiría la sociedad”.
Es difícil que algún europeo no desee una Europa que sea el territorio de la razón de Kant: una razón que por sí misma, hecha de principios y moldeada por palabras, establece un camino por el que todos, en nuestro fuero interno, sabemos que debemos caminar, con el último fin de que toda persona sea un fin. Resulta difícil, sin embargo, discernir una idea de Europa entre la permanente refriega de tácticas políticas y el crudo embate de las deudas. Determinar qué cosa debe ser la unión política de Europa en un artículo seguramente sea un empeño quijotesco, pero merece la pena, al menos, intentar fijar que el corazón de Europa no es un país, ni una moneda: el corazón de Europa es un lugar geográfico real, con unos pocos siglos de existencia, que abarca desde el norte de Italia hasta París y Londres, por el oeste, hasta Viena y Berlín, por el este, y llega a las capitales nórdicas, en el que se produjo la conjunción de ciencia, arte, técnica y prosperidad de la que parte el mundo moderno, de Galileo a Goethe, de Montaigne a Bach, de James Watt a Max Planck o de Marie Curie a Rita Levi. En los alrededores de ese corazón, países con cierta debilidad institucional e inseguridades históricas, pero miembros de pleno derecho del patrimonio humanista europeo, hemos aspirado a que ser parte de la Unión actuara como cohesión disuasoria contra las tragedias de nuestro pasado.
Es triste que, con esa tradición ilustre y con el capital intelectual que debe presumirse en los líderes europeos, estemos asistiendo tan a menudo a decisiones de poder puro, fatalmente inevitables. Nadie espera que bellas palabras oculten las fuerzas que tensan nuestro continente, la distorsión que el exceso de crédito produjo en la estructura económica de países enteros o el creciente poder ante trabajadores y Gobiernos de las empresas triunfadoras de la globalización. A pesar de todo, frente a las frustraciones, la razón puede al menos ofrecer un sentido a lo que ocurre, salvar nuestra capacidad de entendernos y ser personas, con la cuota de sacrificio nacional o individual que nos toque.
En ausencia de un debate europeo más inteligible, la sociedad española parece aceptar con resignación que la troika de BCE, FMI y Comisión esté atando en corto a la trinidad de políticos, constructores y financieros que regía nuestra particular democracia; no faltan los entendidos que remontan las causas de nuestra desdicha actual a una panoplia de males históricos, entre ellos la tendencia al compadreo, el amiguismo y la corrupción. Sin embargo, ese espíritu derrotista no hace justicia a los principios morales que se han transmitido siempre en muchas familias españolas, ni a la capacidad de lucha de los que sufren hoy, ni a quienes en la plaza pública han mantenido encendida la guía de la dignidad. Es fácil comparar la ética de Kant con los reflejos distorsionados de las miserias españolas que ya mostraba el callejón del Gato, pero tampoco vendría mal que aquel hombre bueno de inteligencia excepcional fuera más honrado por las cercanías de la puerta de Brandeburgo o en los pasillos de Bruselas. Menos poder inescrutable y más razón pura, menos eufemismos reformistas y más razón moral, es lo que, cabe esperar, exigiría la razón de Kant.
Cuando Willy Brandt, que había sido miembro de la resistencia antinazi, visitó como canciller alemán el gueto de Varsovia en 1970, no dijo “la culpa fue de otros”, “así es como funcionan las cosas en las guerras, irracionalmente”, “en la historia de muchos pueblos hay episodios terribles, por desgracia” o “yo no estaba allí”. Cayó de rodillas. Así se abren senderos entre las ruinas del pasado, así se contribuye a hacer un gran país y así, entonces, se construía Europa.
Emilio Trigueros, Kant en el callejón del gato, El País, 25/03/2013