Entre los entusiastas de la modernez, los ha habido enloquecidos. Deslumbrados ayer mismo por lo que solía llamarse el desarrollismo -es decir, crecimiento económico sin democracia- nos lanzamos a esa laguna negra con brío y, naturalmente, sin pensar y con resultados muy desiguales. Si tenemos algunas escuelas de negocios hoy que se cuentan entre las mejores del mundo, y ciertamente de Europa, será también por eso. Si hay algunas multinacionales hispanas y diversas industrias que no están mal, por eso será también. Pero lo que más arrastra aquí es la apariencia de lo moderno. Hay avenidas en Barcelona y Madrid, emuladas en muchas otras ciudades españolas, que se asemejan a la Metrópolis de Fritz Lang de la mejor manera posible. Hay colosales monumentos a la Nada en Sevilla y Valencia que son cantos al vacío, en los que se exhibe la mayor de las estupideces, que es la de la vanidad edilicia y la grandilocuencia faraónica, pero sin fe en dios alguno.Todos, absolutamente todos, contentos con la cosa, ebrios de colosalismo posmoderno. Y aquel rincón recoleto, con sus árboles y su cafetín, o aquel retirado patio cordobés cuajado de flores trepando por las paredes, quedan para los guiris o para algún festejo ocasional. Salen en las guías turísticas y se hacen accesibles al bárbaro.
Con eso de la mundialización -como ahora todos saben ya inglés la gente va y la llama globalización- a algunos se les ha ocurrido que la gran misión universalista y patriótica es lanzar una cosa que se llama Marca España. Apercibidos de que en Alemania, Canadá, Holanda, Inglaterra, el Japón, y hasta en la China y Nigeria, si alguien sabe algo de esta tierra nuestra es que tenemos corridas de toros, narajas y gente muy simpática. (¿Ah, sí? Simpáticos son los italianos, o los escoceses, o los irlandeses. Se ve que el guiri no sabe la cara de malas pulgas o pocos amigos que les pone cualquier ciudadano aquí. Uno que conozco me dijo: “es que es el orgullo español”, y no le repliqué por dejarlo feliz en el error).
Una vez más, con característico atolondramiento, quienes piensan -con alguna razón- que lo de la modernez es siempre publicitario, echan mano de la idea genial: vamos a lograr que la Marca España nos venda. Vendámonos ya, cual meretrices puestas al día, mediante una publicidad comercialmente beneficiosa: se acabaron los toros (en Cataluña, ya es un hecho, aleluya), las manolas (pero si ni nosotros sabemos ya lo que es una manola) y los tablaos flamencos (a los que acuden muchos flamencos de verdad, es decir, de Flandes) y vamos a demostrar, así, vender, alta tecnología, ciencia, trenes de alta velocidad, y toda la demás panoplia de la modernidad. Indudablemente somos capaces: recordemos que un tren de esos vamos a construirlo entre la Meca y Riad, capital de Arabia. Transportemos veloces al infiel, ahora que Don Rodrigo Díaz de Vivar ya no nos puede escuchar. Hasta el sarraceno se verá obligado a admirarnos. Somos España, la Marca España. Poca broma. Mientras tanto, el gobierno recorta inmisericorde el presupuesto dedicado a la ciencia, ahoga la sanidad, y cierra el crédito a las energías alternativas. ¿Marca España también estos desafueros, esos retrocesos? Mientras, también, nuestros magistrados no paran noche y día atrapando y condenado a los delincuentes de la corrupción política. Menos mal: eso sí que es moderno y civilizado, democrático. Los vendedores de la marca esa deberían incluir la integridad de la judicatura y su servicio a la patria en su publicidad.
Salvador Giner, Esperpento España, el diario.es, 10/03/2013