Ha bierto la ventana de par en par, confiando en que el destino me enviase el trino de algún pajarillo cercano. Pero el silencio es total, de calma chicha. Las jacarandás de la calle están desiertas y Ocata parece haber enmudecido ante el silencio del genio. Si Dios me hubiese dotado de alguna gracia para el baile, le concedería a la pantalla muda de mi ordenador el honor de un aurresku. Como no es así, me conformaré con libar sobre un hayedo imaginario unas gotas de una copa de izarra que no tengo.