No hay mito más indestructible entre los pedabobos que el de la inmaculada infancia. Este mito nos ofrece como dogma de fe las ruedas de molino de que el niño nace no solamente bueno, sino científico, artista y poeta, pero la escuela, esa madrastra sin alma, le va agostando poco a poco las dotes con que lo trajo al mundo la madre naturaleza. Leyendo a algunos, uno no puede reprimir la sensación que que están convencidos de que la infancia es la culminación de la vida del hombre, y viven en consecuencia.
"La escuela mata la creatividad", repite el memo de Sir Ken Robinson. Pero para ser coherente con esa premisa, Sir Ken debiera añadir: "nadie que haya pasado por la escuela ha dado muestras de creatividad jamás de los jamases". Y a continuación nos debiera demostrar que la creatividad de Shakespeare, de Renoir y sus hijos y de todos los premios Nobel que han pasado por la escuela es sólo un espejismo. Si esto es pedirle demasiado, que nos diga, al menos en qué escuela se garantiza que todos los niños podrán desarrollar su creatividad hasta culminarla en la genialidad.
La creatividad es el hijo bastardo del mito del progreso.
Pero dejemos a Sir Ken en paz, y volvamos a la infancia, porque lo que pretendía con este apunte es invitarles a leer un artículo de Daniel Willingham titulado Kids Don't Learn Better Just Because They're Young, 'Little Sponges': What Really Works. Una vez defendí esta misma idea en una facultad de pedagogía de Barcelona. No me han vuelto a invitar.