... y lo dice con tanta vehemencia que hasta pone en cuestión la entidad de la lilafucsiedad en sí. Yo le digo que los daltónicos tenemos acceso directo a la cosa-en-sí, así que si el resto de los mortales sólo ve fenómenos, que no nos vengan a espantar a nuestros noúmenos con su cartesianismo cromático. El caso es que hoy, cuando volvía caminando de Vilassar de Mar, me he encontrado con este cielo que ha durado poco más de cinco minutos, hasta que el sol se ha escondido tras Collserola. Un lilafucsia en todo su apogeo. A veces el cielo de Barcelona se nos pone antojadizo y nos sale por peteneras cromáticas como estas, y el mar inmediatamente se adapta camaleónicamente a sus estridencias. Es un espectáculo grandioso que solamente pasa desapercibido porque es gratis. Hoy hasta el horizonte barcelonés, de Montjuic al Tibidabo, estaba cubierto de una paletada compacta y homogénea de este color. En tiempos más sensibles que los nuestros a los portentos celestes, se hacían en estas ocasiones sacrificios al cielo con, ¡qué sé yo!, media docena de bueyes bien cebados. Nosotros, por ser como somos, nos pasaremos la noche viendo la tele y yendo a dormir tarde cabreados porque mañana es lunes. Ya no sabemos aprovechar los milagros cotidianos disfrutando de buey asado, bailando hasta caer derrengados y bebiendo hasta no saber si las estrellas titilan en el cielo o alrededor de nuestras cabezas. Cuando estas cosas ocurren (no la bacanal, sino el cielo lilafucsia) lo que más me sorprende es que la gente siga caminando como si nada, cuando si por mi fuera, ante lo extraordinario del evento, concedería un dia de fiesta para todos los que sienten la querencia de lo alto... aun a riesgo de ir tropezando a cada paso. ¡Que vida más triste, la de quienes sólo se preocupan de no trastabillar.