RESEÑA de La memoria de Shakespeare: ¿Se puede filosofar con Borges?
Marcos Santos Gómez
He releído el último libro de relatos publicado por Borges, en 1983, que aunque ciertamente no iguala a los anteriores, impacta y da que pensar. No porque Borges pretendiera en ningún momento hacer filosofía, disciplina con la que, antes bien, jugaba y gustaba de considerar, igual que a la teología, como un subgénero literario dentro del género de la literatura fantástica. Él solo desarrolla este modo de aproximación literaria a lo filosófico, entre lo narrativo y lo poético, y solo así él es capaz de pensar y de hacernos pensar. Dicho de modo más explícito, su forma de pensamiento es la duda más corrosiva que he leído nunca. En este libro, de poquísimas páginas y que puede ser abordado en apenas una o dos horas, toca temas que sin ser nuevos, los dice de otro modo, lo que es el único modo de orden admisible por Borges, el orden que juega a hallar simetrías, identidades y reglas donde no las hay.
Son cuatro relatos. En el que da título al libro, La memoria de Shakespeare, un hombre compra en cualquier calle de la India un objeto bastante particular: la anodina memoria de Shakespeare. Es decir, no su obra ni sus invenciones, sino algo que estuvo siempre ajeno a una obra en la que el autor jamás habló de sí mismo (quizás ni siquiera en sus famosos sonetos), pero que siempre habló, claro está, de otros. Él no fue ninguno de sus personajes. En un famoso pasaje de El hacedor, que suelo recordar a menudo, Shakespeare se supo frente a Dios, antes o después de la muerte, porque este detalle de estar vivo o muerto carece de importancia. Entonces le pide a Dios, quien le contestará “desde el torbellino” o la tormenta (como a Job) que le haga ser un solo hombre, uno y verdadero, y no muchos y ninguno de ellos, como lo había sido en su obra. La contestación desconcertante que le brinda Dios es: “Yo también he soñado el mundo como tú soñaste tu obra, mi Shakespeare, y entre las formas de mi sueño estabas tú, que como yo, eres todos y nadie”. Si la memoria prestada de Borges no me falla, así cuenta nuestro indeciso y conjetural argentino que admite el Creador algo sorprendente, como es la incerteza de aquello que, como dijo Descartes, más cierto era. Lo que ocurre es que esta veleidad de lo existente se eleva al infinito con Shakespeare, cuyo misterio es que es un autor que ha desaparecido por completo de su propia obra, que dedica a todo lo que él mismo no es. Hay, en todo caso, una presencia negativa o como paradójica impresencia en toda autoría, en especial en la del inglés que se postula como autor de Macbeth, etc. Un golpe, por otro, a la literatura de corte más narcisista y romántica que pretende ser la expresión, por lo menos sentimental, de un yo.
He tenido que dar este breve rodeo para que se comprenda en toda su trascendencia ese objeto comprado por el protagonista del relato… nada menos que la memoria anodina, decía, de quien nada tuvo que decir sobre sí. Lo interesante de Shakespeare, se afirma en el relato, se confunde con los mejores momentos de Hamlet o Macbeth; está en los textos, que eclipsan y quizás salvan, al mismo tiempo, una vida cuyo mayor logro fue obtener unas rentas para vivir media vida sin tener que escribir más y en el más absoluto anonimato para sus coetáneos y para nosotros. Esa peculiar memoria de alguien que quiso ser nadie es lo que al protagonista atormenta: olores y sabores, músicas buenas para tararear, alguna borrachera, los goces del amor y el sexo… nada del otro mundo. Así que nuestro hombre no aprende nada de Shakespeare, o, mejor dicho, de su obra. Sencillamente se ve inmerso en un océano de mediocridad.
Omitiré el cuarto de los relatos, pero deseo referirme a los dos restantes, bellísimos. El llamado Los tigres azules es una maravillosa metáfora sobre la locura, en el contexto onírico-idealista de la filosofía (sic) borgiana. Un hombre se hace con unas piedrecitas muy bellas de color azul que no responden, acaso solo ellas en el orbe, a las más elementales reglas de la aritmética. Por más que realice operaciones matemáticas con las mismas, bien restas, divisiones, multiplicaciones o sumas, el resultado es siempre incierto. A menudo, la mitad supera al todo, por ejemplo. Las dichosas piedrecitas suponen un obvio desafío a lo único que nuestra alma cartesiana erige como certeza, además del yo. Las serenas operaciones de las matemáticas. Solo esta certeza, señala el protagonista, sostiene y salva al mundo, porque todo lo demás (como por cierto también dijo un personaje de Shakespeare) es sueño y locura. El modo de vivir sin volvernos locos, sin hacer de la propia existencia solo caos y azar es la confianza que todos tenemos en que dos más dos sean cuatro. Así, las piedras parecen provenir de una pesadilla que, como todas las pesadillas, amenaza a nuestro sueño. Las piedras, como las pesadillas, rompen el fino hilo que nos ata a la seguridad y la certeza y por tanto nos hacen desembocar en la locura.
Y el otro relato, el más bello y conmovedor, se titula La rosa de Paracelso. Para ser sincero debo mi relectura de esta obra postrera de Borges a su discípulo nada díscolo Bolaño, quien resume este cuento en su volumen de mini escritura reseñista y ensayista borgesiana A la intemperie, publicado por Anagrama y que recoge el de menor extensión que se tituló Entre paréntesis. En el relato borgiano, Paracelso, cansado de su soledad, pide a Dios, al Dios incierto de su obra, que le conceda un discípulo. Éste llega, en efecto, y se presenta con una bolsa de monedas de oro y una rosa. Le pide al maestro que realice el milagro de resucitar la rosa de sus cenizas, pues la tira al “escaso fuego” de la chimenea. Paracelso le explica, sin magia, que todo lo que ha hecho reposa en la fe en que vivimos ya en el Paraíso, pero en el modo infernal que lo desconoce. Al estar en el Paraíso todo es ya pleno e inmortal y por eso las rosas, enseña el maestro a su discípulo, no pueden morir ni destruirse. Este, decepcionado, insiste en que solo ve cenizas en vez de rosas y Paracelso le hace creer que su obra es falsa y que solo vive de su prestigio también falso. Él no hace milagros. El discípulo cree esto y ante la imposibilidad de ver un milagro (lo que supone un quiebro en la continuidad del mundo, no lo olvidemos y que es justo lo opuesto a lo que Paracelso le estaba tratando de explicar), lo abandona con pena. Entonces, como en otro relato de Borges, obra para sí el “milagro” secreto que restablece o consagra un orden y la rosa vuelve a ser lo que era, lo que siempre será, lo que es, renaciendo de sus cenizas en su mano. Al discípulo, con fe en los milagros, le faltó la verdadera fe.