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Hace frío en el scriptorium. Todo en la habitación es nítido, diáfano. Se siente un lento gotear del tiempo, un raro almíbar secretado por el aire quieto y helado. Escribir es como un cristalizar de este frío, una pausada creación de estalactitas, dentro de lo que no es más que una habitación o un despacho. Sólo importa aquí el profundo latido que se siente, las bocanadas de la atmósfera interior. ¿Por qué el tiempo parece tornarse visible en invierno? ¿Es como néctar o miel cuajada, casi sólida, como una honda promesa de algo que no se sabe ni se nombra? Pienso en lo que sucede en la habitación, en el scriptorium, que de puro frío recuerda los recintos de dura piedra gris donde se componían y copiaban los manuscritos en los monasterios. Es, ciertamente, un frío monacal que se soporta con atletismo muy actual. Y el frío parece hablar, parece atesorar algo que por más que rumio y doy vueltas a las palabras no tiene nombre, aunque habla. Debe detenerse todo y en la inacción, incluso en el cese de la escritura, eso habla, eso lejano que adopta visiones austeras de otro tiempo, que quiere salir aquí ahora, penetrar en mi tiempo y en mi era. Lo escucho mientras me derrito de frío.
“Hace frío en el scriptorium. Me duele el pulgar”… me duele escribir, diría Adso de Melk, estas pobres notas que ahí quedan, como resina de este algo ajeno, lejano, monástico, medieval. Lo que se invoca cada invierno.
Resulta incierta esta invocación de historias, pues no es más que una apropiación de inconsistentes imágenes cinematográficas o de una novela que se pregunta por lo que nombra el nombre de la rosa. Pero es un buen primer paso. Hay que escuchar el frío, es preciso tener helados los dedos, como metidos en el agua limpia y transparente de un arroyo, más rígidos de lo normal, más agudamente presentes, más estilizados. Y viene, en efecto, la torpe asociación de ideas e imágenes. Es como oxígeno puro. Tras esta bocanada de pálido scriptorium, hay que pensar. Y pensar no es más que reventar el instante con paradojas, o nombrar lo inefable.
La paradoja retuerce el universo. Ella vaciando ofrece la posibilidad de otra cosa. Hay que estrujar las ideas, que devanarlas, que combinarlas como si una idea diera un bocado a la idea previa, su madre, en la cadena triste y helada, de hierro huraño, que es increíble promesa de infinito. Es esa cadena la que se extiende y arroja al mundo. Es la cadena que tira, la cadena de paradojas, la salmodia de absurdos, lo que se lanza, retorciéndose, como al agua o al aire infinito, en un invierno de revelación desnudo y gris. Así, pensar es fabricar y arrojar la cadena, como un ancla monótonamente sin fin en su caída en las profundas aguas. Pensar es estirar la cadena, enredarla sobre sí, haciendo eslabones uno tras otro. Hay que pensar asuntos como “sentido del sinsentido”, “vida eterna”, “cruz salvadora”. Porque las imágenes de la religión, en efecto, son ideas motrices. Tiran, estiran, rompen y vacían. La religión nos ilumina en su pensar paradójico, en el pensar que desafía y abre, que fuerza, que enreda y desenreda conjuntamente.
Pensar puede ser tejer con las paradojas. Buscar una verdad arrancando pedazos de la verdad, desintegrarla en el ir y venir de ideas contrarias. La clave que extraemos de la mística y el ascetismo, es lanzar las paradojas una vez el frío nos ha obligado a limpiar las palabras y a desprendernos de toda retórica. El árbol es más visible cuando las hojas caen. Más primario, más brutal.
Este frío es, en efecto, la visita de algo primario que apenas rozamos puliendo las palabras. Es un frío poético, que fuerza a parir. Y en la pálida pantalla del monitor se puede ir vislumbrando algo, en la habitación donde Adso se queja del dolor de su reumático pulgar. Lo que él también quiso (qué digo, Adso nunca existió… pero ¿acaso puede negarse la existencia de una novela y de un personaje? A ambos, autor y personaje une una misma inanidad. Es un asunto viejo y escrito por desolados creyentes sin fe como Unamuno). Lo que Adso, decía, quiso, era ese centro que llamamos verdad. O más bien lo temió y rodeó toda su vida, hasta desear hundirse en el Uno infinito o en el duro y estremecedor océano que es la divinidad únicamente despojada. Su rodar en torno a un vórtice intangible y severo. Se equivocó él y se equivocó su maestro, William. Ambos se equivocaron y todos nos equivocamos. Sólo queda asumir maquinal y salvajemente el error y ser consecuentes con el mismo. Nadar en el remolino en torno a lo que hay que venerar y temer, sin que sepamos más de ello, al punto ciego, al sinsentido que nos dona un cierto sentido.
Y veo en medio de este frío al Dr. House, escéptico testigo de todo esto, durmiendo y roncando en medio de su capítulo, sabedor también de tortuosas paradojas, siendo él mismo, ficción real, una efervescente paradoja. House es para nosotros otro eslabón paradójico del pensar. También da igual que sea un personaje de ficción. Ahí la gran incongruencia queda todavía más patente. ¿Cómo emerge tal fuerza de una imagen o idea inexistente?
Este frío me ha hecho pensar, o sea, impulsarme. ¿Cómo puede gustar este frío? ¿Cómo puede amárselo? El mundo viene sutilmente convocado en el inhumano y áspero scriptorium. A fuerza de palabras e ideas que se agolpan y a fuerza de renuncia. Todo un universo en una soledad invernal, en un páramo inhóspito y agresivamente extendido. Muchas caras en él, una única agonía. Mil personas pero un solo Dios. Ya sé de dónde viene este frío; qué es este frío. Es una remota infancia, golpeando y arando en la tierra helada. Si nos alejamos del centro, centrífugamente, nos aguarda el frío. Y si centrípetamente, tendemos al centro… a esa infancia, no hay más que frío, nada más que rodar en torno al inconcebible vórtice.
Dios es, en efecto, muy lejano. Para Adso, para House, para William. Todas sus vueltas no llevan a ninguna parte. La mística del Adso viejo y final, el sueño de grotescos ronquidos de House, la trama de causas y efectos de William. Todo acaba claudicando ante el frío. Mil personas pero un solo vacío.